En la finca de San Roque, propiedad de Afundación, solo puede entrar un perro: Rouna. Es de madera policromada y aparece en la imagen del santo, lamiendo sus bubas de la peste. El resto de los cánidos tienen vetado el acceso al parque. Un gran letrero en la puerta lo confirma: Prohibido perros; prohibido bicicletas; prohibido jugar a la pelota.
Resulta evidente que la finca de San Roque es un parque para que la gente se aburra. O, más bien, para que no moleste. En el histórico pazo, rehabilitado en su día por Caixanova, daba banquetes Gayoso cuando era el rey de la casa. Solo la cocina que hay allí montada daba para un palacio como el de Versalles. Y merece la pena contemplar aquel salón regio, donde los gerifaltes de la caja hacían esas fiestas que hoy añorarán mientras aspiran los aires vivíficos y frescos de los altos de A Lama.
En la finca de San Roque está prohibido casi todo, menos pasear despacito y en silencio. Y ni siquiera los perros pueden darse una vuelta donde habita su congénere más famoso de todo el santoral.
Todo esto responde a la incultura. En Hyde Park (Londres), por ejemplo, los canes son bienvenidos y hasta hay un pequeño cementerio para mascotas que es de sus mejores rincones. En casi toda Europa los perros pueden subirse al transporte público.
Comoquiera que aquí no llegó la civilización, en la finca de San Roque están prohibidos los perros. Y eso que ya no molesta la siesta del señor Gayoso. Bien haría Afundación en reconsiderarlo. Aunque solo sea por la incongruencia de que los canes no puedan ni ver a su propio patrón.