Ayer volé a Vigo desde Madrid. Para que a nadie asombre la frase, diré que vine en avión. La naturaleza aún no me ha adornado con los dones de la aerotransportación. Es por ello que regresé a nuestra ciudad en un vuelo operado por Scandinavian Airlines, Air Europa y Spanair. La crisis ha reducido tanto las frecuencias con Peinador que, para organizar un vuelo, se tiene que aliar hasta la competencia. Más que la ruta de una compañía aérea, parece que hayan montado una porra.
Lo asombroso de ayer, sin embargo, sucedió en Barajas. Nada más salir del metro, encontré un mostrador portátil con dos azafatas provistas de mascarillas. A su lado, una buena mujer con bata blanca, parapetada tras una gran caja de cartón, distribuía su producto: «¡Mascarillas!», vociferaba, «¡Hay mascarillas!». Esto me pareció a mí, porque a la señora, que llevaba la protección, se le entendía bien poco.
Observé que alguna gente se detenía a recoger el preciado artículo. Y, como sabe bien quien me conoce, no quise yo quedarme sin participar en tan pintoresco sarao . Recogí mi mascarilla y me la puse, con incontenibles risas que no eran percibidas por los otros usuarios del aeropuerto, en virtud de las propias características del adminículo.
Al cabo de cinco minutos, me quité el chistófano y lo tiré a una papelera. Un solo tramo de cinta transportadora me hizo descubrir que aquello no tenía ninguna gracia. Los ojos de pánico que pude ver en la gente que conmigo se cruzaba, me hicieron desistir de la broma.
Debo, sin embargo, ser un débil de espíritu. Porque pronto descubrí, a lo largo del aeropuerto, que eran cientos las personas que iban tan ricamente embozadas.
Ya a bordo del avión a Vigo -como he dicho fletado por la conga de Jalisco de todas las compañías aéreas unidas, jamás serán vencidas- leí en el diario que la mascarilla me hubiera sido útil. Al parecer, el protocolo para prevenir la «gripe porcina» señala que, si un pasajero tose, con síntomas de tal enfermedad, debe ser aislado en las últimas filas del aparato -el avión- dejando dos filas libres, delante y detrás. Hacinado en mi plaza, mientras me retorcía para hacer el crucigrama sin invadir el sudoku, lamenté haberme desprendido tan rápidamente de mi mascarilla ornamental azul, que me hubiera dado un vuelo de lujo, de tintes presidenciales, repantingado en las filas traseras, sólo con soltar de cuando en cuando una tos seca, un carraspeo y algunos ayes sin cuento.
Y así, viendo lo tonto que se ha puesto medio mundo, mientras otro medio se muere de malaria, por ejemplo, aterricé en ésta, nuestra amada ciudad. Y, ya a bordo del taxi de Mos que me cobró 19,87 euros -tarifa oficial-, me recreé en el paisaje de hasta la última de mis tan queridas calles, esquinas, chaflanes y recovecos. Todos, por cierto, llenos hasta arriba de basura. Una vez más, en el mismo día, volví a echar de menos la mascarilla.