Dos plásticas distintas, dos gallegos notables

| PABLOS |

VIGO

CONTRASTES

08 abr 2006 . Actualizado a las 07:00 h.

CUAL de sí mismo dijo el poeta Hernández, «barro soy aunque Miguel me llame», podría decirse de la escultura de Alvaro de la Vega, lucense de Paradela que reside en Corcubión. Porque sus hombres como primitivos, hechos a hachazos, agrediendo la madera hasta hacerla crujir y complementados de prótesis ortopédicas de ferretería industrial o evitando que se abran, que se desgarren con toledanas de cantero tradicional, son criaturas genesiacas como si del barro surgieran y, resecándose, amarillecieran como las castañas. Sobrecogen sus rostros imcompletos, como producto de partos de guarida, e impresionan los muñones que, más que mostrarse, se arrojan al espectador de esta escultura totémica, que alguien ha emparentado con la obra de Leiro, sin tener en cuenta que en el cambadés hay ironía, caricatura deliberada, síntesis y distorsión, mientras que el lucense es la verdad absoluta, desnuda y desafiante, en su estado más primigenio. Es el hombre, y es el simio, de quien el hombre procede según Darwin, y que contempla, embobado, las insensateces que el hombre es capaz de hacer. El fragmento, tanto como la totalidad. Mas no es pormenor, que es diferente. Bastan las ancas de un caballo sujetas a la pared, para que adivinemos el resto que no existe, pero que inevitablemen- te crea nuestra mente. En definitiva, la fuerza, la hondura, la verdad, de un gran escultor que tendrá que soportar inoportunas comparaciones con su colegba, cuando son conceptualmente tan diferentes. Y con una estética rotundamente opuesta, por completo antónima, la pintura de Robert, coruñes vinculado a Ourense y quizá más prestigiado en Cataluña que entre nosotros. Es pura lírica, elegía en su monotema de la figura femenina, sola, en grupo, como maternidad. Rostros de ensueño, anatomías de volúmenes suaves, con antecedentes en la Italia renacentista o en el último impresionismo de Renoir, aunque sin la exultancia vital del francés, sino con un toque de melancolía casi garcilasiano o, cuando menos, romántico. Dominio enfermizo del dibujo y una paleta caliente para una «cocina» exquisita, hacen de la pintura de Robert--sanguinas, pasteles, guaches, acrílicos, circunstancialmente un toque de óleo- una obra intemporal y muy bella, lejos de cualquier supuesta vanguardia, que tantas veces no lo es al fin, sino disculpa y antifaz para mediocres dibujantes. No hay pintura antigua ni moderna, sino pintura buena o mala. Y es más difícil mentir ante la realidad que ante elucubraciones supuestamente descubridoras que nuevos rutas que, muchas veces, no son sino caminos trillados y abandonados por inútiles. El Centro Social Caixanova y el Club Financieron acogen estas muestras.