En la playa, prohibido casi todo

Jesús Flores Lojo
Jesús Flores REDACCIÓN / LA VOZ

SOCIEDAD

CEDIDA

Mientras esperamos a la luz verde para sacarnos la mascarilla en exteriores, incluyendo la orilla de la playa, podemos consolarnos echando una mirada a las normas que se imponían en Galicia, hace cien años, a quienes querían disfrutar del sol y el mar. El arenal se marcaba como zona de riesgo extremo de contagio del pecado, así que se dictaban restricciones máximas. Era la pandemia del puritanismo

09 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

«Los baños de mar: el edicto del comandante de Marina». Así se titulaba la nota informativa que publicaba La Voz en junio de 1929, y que, con pequeñas modificaciones, había aparecido ya en veranos anteriores bajo la aún vigente dictadura de Primo de Rivera. Bajo multas que iban entre las 5 y las 25 pesetas, según advertía la normativa, estaba prohibido «desnudarse o vestirse al aire libre, debiendo usar los bañistas el traje completo adecuado». A continuación, el texto precisaba que «se podrá transitar por la playa vestidos de calle o con albornoz y solo dentro del agua se podrá pasar de un lado a otro de la playa con traje de baño». El edicto no dejaba ningún detalle al azar: «Se prohíben las tertulias en traje de baño» y «los baños de sol solo se podrán tomar bajo prescripción facultativa», aclaraba con la misma naturalidad que hoy en día rezan los carteles que vetan el acceso de los perros a la arena.

Por si queda duda de los motivos de estas restricciones rescatamos el extracto de una crónica de la época que La Voz reproduce citando a un periódico de Barcelona y que se refiere a las damas que asisten a una actuación en el Liceo: «No se ve ningún escote, ni brazo desnudo. Saludemos la rehabilitación del pudor. Impera el buen gusto y la decencia. Ojalá dure, para que los esposos y padres no tengan que pasar por la vergüenza de que sus mujeres y sus hijas estén medio desnudas, siendo objeto de las miradas lascivas de los hombres, como impuras meretrices». Y, ya bajando a la arena, el escritor Francisco Camba se despachaba de esta guisa en una crónica veraniega para el periódico: «San Sebastián es una playa de moda y las playas de moda se confunden bastante con ciertos lugares de pecado, donde mujeres vestidas con un leve traje de punto se dejan acariciar por la onda dulce y hasta en ocasiones, vemos a mujeres y hombres bailando en traje de baño, para secarse. Una persona decente casi no puede decir que veranea en San Sebastián».

Una estampa de la playa de Riazor, a principios del siglo XX
Una estampa de la playa de Riazor, a principios del siglo XX archivo la voz

¿Y cuál era entonces el traje de baño completo y adecuado?: «Si quieres seguir mi consejo, lectora amabilísima, tu traje de baño será azul marino o negro. Estos son los colores menos llamativos para evitar a los tiburones que hay, según dice el aire popular, cerca de la orilla». En su sección El diario de la moda, esta colaboradora de La Voz que firmaba como Upina, proponía recatadísimos diseños que incluían «cuerpo entallado, peto cruzado con tirantes que se pierden en el cinturón, un pantalón hasta la rodilla, y sobre este un faldoncillo de tres volantes anchos». «El modelo —apuntaba la nota— lleva también unas medias negras». Aún así, Upina se muestra comprensiva con quienes podrían encontrar su propuesta demasiado frívola: «Hay mujeres que no aprueban mostrar sus encantos con tanto descaro», así que recurre al poeta Ventura de la Vega para no comprometerse: «Yo no apruebo ni apadrino el (sombrero de) hongo, si todos se lo ponen, me lo pongo».

Los aires republicanos que ya soplaban a la vuelta de la esquina traerían una relajación de las costumbres. O, como diríamos en la terminología acuñada en este último año y medio, un paso al nivel medio-bajo de alerta. En el verano de 1931, el autodenominado Reporter de la costa se hacía eco en La Voz de la llegada de unos bañadores femeninos más pegados al cuerpo, a la moda americana: «Los amantes de la escultura en sus formas y del arte al desnudo sabrán aplaudir esa radical determinación feminista», ironizaba el cronista, ajeno entonces, claro está, a que lo único americano que veríamos en nuestras playas en las siguientes décadas sería al embajador yanki bañándose con Fraga en Palomares. ¡Y tela con aquellas restricciones que estaban por venir! Casi tanta como la que llevaba el Meyba de Don Manuel.