Ed

De vez en cuando vuelve a ponerse de moda la idea de marcharse, pero de marcharse de verdad: irse de la Tierra, colonizar otro planeta

03 oct 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

De vez en cuando vuelve a ponerse de moda la idea de marcharse, pero de marcharse de verdad: irse de la Tierra, colonizar otro planeta. Sucedió en la década de los cincuenta del siglo pasado a raíz del temor a la guerra nuclear y vuelve a suceder ahora como un reflejo de un nuevo terror apocalíptico, el del calentamiento global. Se piensa una vez más en Marte, el planeta que más se parece a la Tierra. De repente vuelve a estar muy presente en las noticias: se descubren pruebas de la existencia de agua, la NASA presenta a los ganadores de un concurso de diseño para colonias en el Planeta Rojo... El multimillonario británico Richard Branson habla de financiar una colonia que estaría en funcionamiento de aquí a veinte años y el sudafricano Elon Musk asegura que su empresa podría hacer el trabajo incluso más rápido, en unos once o doce. Son como ataques repentinos de impaciencia de la humanidad, fantasías de salvación que se envuelven con el lenguaje de la ciencia.

Siempre he tenido una mala imagen de Marte. Quizá sea por haberme criado con aquellas viejas películas de ciencia ficción de los 50 y los 60 que ponían en televisión los sábados, y que mostraban ese planeta como un lugar de bajo presupuesto, un erial de cartón piedra con un cielo pintado de color crema. También leía entonces las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, en las que los primeros viajeros que llegaban al planeta acababan locos o muertos, mientras que las colonias que se llegaban a fundar se veían permanentemente asediadas por la soledad y la nostalgia.

Marte no es un lugar muy recomendable. Incluso en su ecuador refresca hasta los ?70° por la noche. La atmósfera es tan tenue que prácticamente equivale al vacío. Su superficie está constantemente sacudida por tormentas de polvo que pueden durar semanas y en las que desaparece la luz del sol. Cuando Hollywood rueda películas sobre Marte, como esa de Ridley Scott que se promociona estos días, se eligen exteriores en el Ártico y en el desierto jordano de Uadi Rum, pero lo cierto es que ningún lugar de la Tierra es tan desolador como Marte, cuyo paisaje es de un monótono gris rojizo que apenas se distingue del cielo -esas imágenes tan espectaculares de la NASA están tratadas para que podamos ver algo-. Los lugares más inhabitables de la Tierra podrían colonizarse con una tecnología más sencilla que la que requiere ir a Marte. Incluso después de una guerra nuclear o tras el impacto de un asteroide la Tierra sería más habitable que Marte. ¿Por qué, entonces, esta fascinación recurrente?

Pienso que la humanidad tiene sueños que en realidad son pesadillas dadas la vuelta, y quizás ese es el caso de la colonización de Marte. Por mucho que se intente vestir de empresa científica y verlo como un episodio más de la curiosidad humana, sospecho que hay algo melancólico en este empeño en particular. En principio parecería que es el deseo de huir de los problemas de la Tierra, el temor a su final. Pero la paradoja es que Marte, el planeta de la realidad y no de la fantasía, es precisamente un escenario de apocalipsis, una metáfora existencialista del vacío y la nada. Es cierto que es, efectivamente, el planeta que más se parece a la Tierra. Pero, en cierto modo, más bien es su reverso, su fantasma, su sombra. Puede que el deseo de ir allí no sea, en el fondo, más que la curiosidad por contemplar nuestros miedos cara a cara.