Príncipes, pero humanos

imanol allende LONDRES / CORRESPONSAL

SOCIEDAD

La monarquía británica se reencuentra con el pueblo en una ceremonia casi perfecta

30 abr 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Fue la boda del pueblo. Porque sin duda fueron los que mejor se lo pasaron durante la celebración del enlace entre el príncipe Guillermo y su alteza real la duquesa de Cambridge, Catalina Middleton. La alegría del casi millón de personas que se congregaron por las calles de Londres fue espontánea, lejos de la falsa emoción de ser testigos de un cuento de hadas, como ocurrió en 1981 con la boda de Carlos y Diana. Ayer se casaban dos seres reales, humanos; por lo tanto no hubo hadas, no hubo romanticismo ñoño, hubo miradas pícaras de Guillermo, socarronería del príncipe Enrique, una felicidad natural y sana de la novia, y una sensación de normalidad en la estirada familia real.

La maquinaria funcionó con una precisión que sorprendió incluso a sus organizadores. Nada salió mal, ni siquiera el tiempo, que se abstuvo de deslucir una ceremonia que reunía de nuevo, o quizá por primera vez, o quizá más que nunca, a la monarquía con el pueblo. Este se volcó para mostrar su simpatía y apoyo a su futuro rey de tal manera que cuando la princesa Catalina se asomó al balcón de Buckingham Palace en compañía de su marido, no pudo evitar una exclamación de sorpresa. Los recién casados, de nuevo como Guillermo y Kate, les dieron las gracias no con un beso -los primeros príncipes en besarse en público fueron sus padres, Carlos y Diana-, sino con dos besos.

Inesperada y fuera de todo protocolo fue la comparecencia de los novios en el Aston Martin descapotable del príncipe Carlos -se lo regalaron cuando cumplió 21 años-, al que habían colocado la matrícula de Just Wed (?recién casados?), globos rojos y negros, y una L de novato, en el momento en el que un helicóptero amarillo del servicio de rescate de la RAF, del que Guillermo formó parte de su tripulación, sobrevolaba el palacio. Era la conclusión a un día del que la princesa Diana se hubiera sentido orgullosa y feliz. Su hijo, casado con una plebeya, rompiendo los férreos protocolos reales y acercándose al pueblo para el que será futuro rey a través de la espontaneidad.

Para la historia quedarán los recuerdos del momento en el que Kate Middleton llegaba al altar de la abadía de Westminster y Guillermo, vestido con la casaca de honor de la Guardia Irlandesa, y por requerimiento de su hermano, que le comentó algo al oído, se volvió hacia su futura esposa y le dijo: «You are beautiful» (Estás preciosa); o la amplia sonrisa y enorme tranquilidad que mostró la novia cuando Guillermo no atinaba a introducir el anillo en su dedo. Se había reducido su diámetro porque le quedaba grande -había pertenecido a Diana-, y estuvo a punto de quedar demasiado pequeño. Al final, como el resto de la ceremonia, encajó a la perfección.

Guillermo tampoco se mostró muy nervioso al inicio de la boda. Parece que incluso llegó a bromear con su suegro, Michael, al que le dijo: «Supuestamente iba a ser una pequeña ceremonia familiar». Al término de la ceremonia, parte de los 1.900 invitados -entre ellos la reina de España y los Príncipes de Asturias, don Felipe y doña Letizia- cantaron el himno británico. Una de las excepciones fue la Reina Isabel II, como mandan los cánones, y se comenta que, quizá por efecto de los nervios, el padre de la novia fue el que cantó con más fuerza.

Una alegría añadida entre los británicos fue el vestido de Kate, que eligió un diseño de Sarah Burton de la firma británica Alexander McQueen. Sencillez, elegancia y un tono marfil muy apropiado fueron los aspectos más resaltados por los comentaristas de moda británicos.

Alegría de la reina Isabel

Destacó la elegancia de la hermana de la novia, Pippa Middleton, la emoción mantenida durante la ceremonia de la duquesa de Cornualles, la belleza de la madre de la novia, Carole; la presencia de los Spencer y de amigos de Diana como sir Elton John, o el aire un tanto despistado del príncipe Felipe de Edimburgo, algo lógico teniendo en cuenta su avanzada edad, casi 90 años. Y si a alguien le pudo parecer que la reina Isabel se mostró demasiado seria se equivoca. Pocos recuerdan haber visto a la soberana sonreír de tal manera a los cientos de miles de británicos que aplaudieron a su paso por las calles de Londres. Era el reencuentro de la monarquía con su pueblo y la reina era consciente del inmenso favor que estaba haciendo su nieto.