26 dic 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

ESTAMOS muy preocupados. Hemos logrado colocar en la órbita de Marte la nave europea Mars Express, pero no conseguimos que la sonda lanzada al planeta rojo nos envíe señales de vida (de la suya, claro, no de la de los marcianos). La preocupación por la carrera espacial es tan honda que, para hacer frente a las iniciativas de la Agencia Europea y a los planes de China de enviar astronautas a lo desconocido, un nuevo viaje a la Luna puede convertirse en la estrella de la próxima campaña electoral de Estados Unidos. Sólo quienes cultivan un arcaísmo insensato pueden renegar de las investigaciones que se están realizando sobre el espacio exterior. Todo el mundo sabe ya a estas alturas cuántas aplicaciones civiles tienen los inventos de la Nasa (los nuevos materiales evitan que la tortilla se quede pegada a la sartén). A nadie se le escapa que, con suerte y mucho trabajo, puede que algunos de los experimentos hechos por Pedro Duque lleguen a ser el germen del remedio para enfermedades que ahora nos matan. Pero hay días que nada nos libra de la amarga contradicción. Por ejemplo, al contemplar las imágenes del terremoto de Irán. Los oídos del mundo estaban afinados para recibir un leve silbido desde Marte. A cambio, lo que escuchamos fue un estruendo de 6,5 grados en la escala Richter y más de quince mil muertos. Hace sólo unos días, dos personas perecieron en California en lo que se anunciaba como un presagio del Big One, ese seísmo que se supone que se va a tragar San Francisco. La réplica fue a miles de kilómetros y los muertos iraníes no son de alta tecnología. Esa es la diferencia.