Pedro Gagarín

LUIS VENTOSO

SOCIEDAD

VIDAS EJEMPLARES

01 nov 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

MI ABUELO se murió convencido de que el hombre jamás había puesto sus patazas en la Luna: «¿Como vai andar polo aire unha cousa de ferro?». Los nietos, más ingenuos, sí creíamos en la odisea aeroespacial. Pero tras el fulero aterrizaje en Kazajistán de Pedro Duque, la duda nos carcome. El primer mosqueo llegó con la cápsula Soyuz TMA-2 en la que bajó nuestro ídolo. Y es que este ingenio de tecnología punta rusa guarda un inquietante parecido con las naves de los tebeos de Tintín: un cachivache de lata recosido con remaches de soldadura, que impactó contra el suelo de la estepa en tremendo carallazo, amortiguado tan solo por un paracaídas modelo señorita Pepis. Tras el aterrizaje, el gran Duque, el astronauta encargado de llevar la era aznariana al espacio exterior, asomó por la portezuela de la tartera Soyuz hecho un cromo, resudado y ataviado con un indescriptible mono retro, sin duda guindado de alguna vitrina del museo Gagarín. Para hacer entrar en calor al intrépido cosmonauta, los rusos lo embutieron en un saco de pieles y le dieron unas friegas en la chepiña. Para moverlo, cuatro guardiñas uniformados como el ejército de Pancho Villa arrastraron el saco a pulso. En cuanto a la recuperación de los astronautas, en Rusia, mariconadas, las justas: ni pastillas macrobióticas ni puñetas; una manzana, un botellín de agua y tira millas. La excursión de Pedro Duque nos ha costado tres millones de euros al día. A la espera del resultado de sus experimentos, claves para el devenir de la humanidad, tenemos ya una primera conclusión: descontando a Adán, este tío se ha jalado la manzana más cara de la historia.