LOS MISTERIOS del atractivo físico son impenetrables. Recuerdo la época en que Manolo Escobar era un espécimen de concurso y Pablo Abraira el paradigma de lo sexy. Tenía yo seis años y las mujeres se pirraban por los cursis: los Pecos o el primer Miguel Bosé. Ahora a las jovencitas les da por los individuos de aspecto patibulario (o en su defecto por el saltarín David Bisbal). Mientras mi compañera de pasillo suspira por un pizzaiolo con aspecto de cantante, pienso que, no sé por qué razón -quizás una accidentada caída de la cuna-, mis preferencias -desviadas- siempre han tomado derroteros históricos y se han fijado en tipos de perfil romántico aunque dictatorial y violento. Recuerdo que, no en vano, de muy niña tenía la habitación plagada de carteles de Lenin, cuyo enfurruñamiento se me antojaba muy favorecedor, y de biografías de Julio César, a mi parecer el hombre más sexy del mundo mundial. Culpen, señores, a La Guerra de las Galias. Cosas peores se han visto. Han pasado muchos años pero, puesto que me encuentro en Roma, varada como una ballena, he decidido retomar mis aficiones infantiles y ¡me voilà reconvertida en una groupie de don Julio! Abandonada por las musas que abominan de las tertulias de pasillo, recorro las ruinas y las termas y las aras y las columnas y las plazas y los templos, asolados por no se sabe qué imponderables, y evoco la magna nariz del depravado primer César: el amigo de Catulo, el amante de Clodia, el verdugo de tantos niños que estudiaron latín durante años.