
Me compadecí el miércoles de ese chaval vigués expulsado del examen de la PAU por copiar. Dirán que hacer trampas tiene que tener consecuencias, aunque la vida pública esté llena de excepciones a esta ley, pero el castigo infligido a este joven disparó la memoria casi cuarenta años atrás cuando la cosa no se llamaba selectividad, pero también había quien copiaba. Por cierto, cuando habíamos empezado a normalizar lo de la ABAU nos rebautizan el asunto, que qué manía tenemos en este país de tumbar palabras en cuanto empezamos a quererlas.
Imagino que las tecnologías han sofisticado las maneras de copiar y que los rapaces disponen hoy de un arsenal que ya hubiese querido para sí la KGB de los ochenta, pero en la era pre-móvil la técnica de la copia convocaba a auténticos virgueros cuyo inmenso talento quedaba de sobra probado, aunque afrontaran el examen sin haberle metido ni medio diente al reinado de la Chata.
Hay auténticos clásicos en el apasionante mundo de las chuletas, empezando por aquella que utilizaba las caras transparentes de un boli Bic para reproducir textos susceptibles de solucionar un examen puñetero que los esforzados e imprevisibles amanuenses componían con minúsculos punzones y una pericia comparable a la del beato de Liébana. Estaba también la chuleta falda, primorosas hojitas de papel con sus códigos escritos en miniatura que algunas muchachas del colegio de monjas pegaban como si fuese un mosaico secreto en la tela inferior de la severa falda de tablas de aquel uniforme que tanto odiamos. En alguna ocasión, nuestros pasos se cruzaron con los de un genio que conseguía un relieve secreto con la información precisa en un folio que parecía en blanco, pero en el que se podía leer con la inclinación precisa y unas yemas de los dedos hipersensibles. Para los más radicales de todos, la opción definitiva era el cambiazo, aunque requería un conocimiento previo de las intenciones del maestro. Y luego estaban los ojos de lince, capaces de leer el examen del empollón de la clase, aunque entre ellos mediase el mismo Orinoco y el puñetero sabihondo se retorciera como una caracocha para evitar compartir su erudición. Se sospechaba que aquellos copiones tenían hasta cuello retráctil aunque este extremo nadie fue capaz de confirmarlo.
En todos los casos, a excepción de este último, la chuleta contenía un secreto inesperado: su preparación incrustaba la información en el cerebro con una eficacia superlativa, de manera que cuarenta años después muchos solo recuerdan lo que escribieron en ellas.