Nuestros bachilleres, al terminar sus estudios secundarios, imitan cada vez más las graduaciones anglosajonas. Organizan actos académicos: entrega de diplomas, discursos de delegados y padrinos, posados para orlas con bandas y birretes que, ya fuera del centro, rematan con quedadas para cenas, copas y saraos varios. Los estudiantes de 2º de bachillerato andan tan ocupados en preparar las materias de la selectividad como la fiesta de despedida de unos compañeros con los que llevan media vida, a muchos de los cuales perderán de vista porque van a tomar derroteros diferentes.
En un año normal dicha fiesta es susceptible de opinión; en un año de pandemia es discutible su celebración. Es la fiesta de una promoción en la mejor edad, una edad en la que no se sienten adolescentes sino inmortales. Durante el estado de alarma, unos pocos quedaban antes del toque de queda en bares y prolongaban la marcha en botellones públicos o fiestas privadas. Ahora que no hay alarma ni toque de queda, las fiestas, sin mascarillas ni distancias, se multiplican. Por denuncias o de oficio, por la Ley General de Salud Pública o la de Seguridad Ciudadana, por intervención de la Policía Nacional o la local, pueden ser sancionados, a expensas de que la familia tenga un abogado de mano que presente recurso por inseguridad jurídica o por ausencia de orden judicial para entrar en el ámbito privado.
En la selectividad gallega, la ABAU, coincidirán más de 15.000 estudiantes, docentes, administrativos, vigilantes y correctores, que cumplirán un protocolo garantista. Resulta contradictorio que unos días antes se celebren fiestas de graduación en locales cerrados, incluso hoteles, donde se hace la vista gorda sobre las normas básicas contra el virus. Claro que, según la RAE, la graduación tanto es la acción y el efecto de graduar como la cantidad proporcional de alcohol que contienen las bebidas espirituosas.
Hay que tener muchísima precaución con la graduación.