Santiago Rey, el fallecido editor de este periódico, y quien escribe no fuimos amigos. Los amigos salen a cenar juntos, y tal cosa no hicimos Santiago Rey y yo desde que en 1979 entré en La Voz de Galicia. Eso me da una distancia que me permite escribir ni con el estómago ni con el corazón, sino con la cabeza.
Conocí a Santiago Rey a finales de ese año. Desde entonces nuestra relación fue muy cordial y continuada, y la discrepancia no mermó ni un ápice esa mutua a intensa afabilidad. Me felicitó por algunos de mis artículos —aunque sin duda no estaba de acuerdo con mi opinión— y por la coordinación por los suplementos publicados cuando el diario cumplió cien años.
A los postres de la multitudinaria comida de celebración de esa efeméride le pedí en público que diera su palabra «de caballero centenario» de que iba a seguir potenciando (o sea, financiando) la formación continua de los periodistas que allí estábamos. Respondió que por supuesto y que para él eso era «prioritario». Tantos años después, lo reconozco: cumplió de manera más que generosa, y jamás sin escatimar ni una peseta. En ese capítulo fue pionero en España.
Me admiró siempre su entrega y fidelidad a la empresa fundada por su abuelo. Hace veinte años pudo haber dicho adiós, tengo la edad de jubilación y me voy a tomar gambas y tostarme al sol en el Mediterráneo. No lo hizo. Estuvo al pie del cañón hasta el final, dando ejemplo en un país donde (casi) todo el mundo quiere jubilarse cuando antes. Pertenecía a una estirpe de empresarios en extinción, enfrentándose al poder cuantas veces lo consideró.
¡Ojalá que en el futuro Galicia cuente con empresarios como lo fue Santiago Rey! Y que Deus o teña onde o ten.