El tren ha revolucionado la comunicación en el eje atlántico, donde ofrece desplazamientos rápidos y cómodos con los que, se mire cómo se mire, la AP-9 no puede competir ni de lejos. Entre Santiago y A Coruña —un trayecto que a diario realizan cientos de personas que residen en una ciudad y trabajan en la otra— permite viajes de apenas 30 minutos con la ventaja añadida de la revancha emocional que supone dar esquinazo a las cabinas de pago de la autopista. Pero este esquema se trunca con frecuencia. Porque los sufridos usuarios del tren están sometidos a diario al caprichoso factor sorpresa, que depara sobresaltos con una frecuencia que desborda con generosidad la categoría de la anécdota. Ahí tienen el episodio acontecido la semana pasada a cuenta del problema de abastecimiento eléctrico en la estación de A Coruña, que propició escenas surrealistas de decenas de viajeros del tren guardando colas para hacer el viaje en autobús. Y el cúmulo de infortunios que reservan a Renfe el protagonismo en las explicaciones de los motivos de las demoras en la incorporación al puesto de trabajo o a las clases agrava la situación creada por los ajustes —desbarajustes— horarios, un legado de la pandemia que el operador ha ido corrigiendo a fuerza de que la plataforma de usuarios llamara a todas las puertas posibles para trasladar sus quejas. Porque los problemas generados no se acaban en el retraso en la entrada a la oficina o al aula. También está la vertiente doméstica. Y ahí la papeleta es de alivio. Si ya de por sí la conciliación es un desafío de dimensiones olímpicas, los horarios del tren suponen la puntilla que la convierten en una quimera para las familias afectadas. Por todo ello, merece la pena darle una vuelta al funcionamiento de las conexiones ferroviarias en el corredor atlántico. Como en procesos preelectorales anteriores, las quejas de los colectivos de usuarios del tren encontrarán estos días tierra fértil en la que crecer. Pero las experiencias precedentes ya evidenciaron que esto no supone ninguna garantía para solucionar nada. El tren golea a cualquier otro medio de transporte en un eje atlántico cautivo de unos peajes abusivos, aunque funciona con frecuencias que le restan operatividad. Y lo pagan los usuarios.