Las copas en Santiago no son tan caras como crees

Juan María Capeáns Garrido
juan capeáns SANTIAGO / LA VOZ

SANTIAGO

AGUSTIN GONZALEZ

El estacazo del euro a la movida, del que se cumplen dos décadas, quedó atenuado con los años y coincidió con el auge del botellón en la ciudad

18 oct 2021 . Actualizado a las 23:46 h.

De vez en cuando hay que ponerle algo de luz a la noche. Igual que cada verano nos preguntamos por qué arde Galicia, en Santiago, todos los otoños de nuestro señor, quemamos en la pira de la desmemoria a una nueva generación de jóvenes que de madrugada nos parecen más gritones, más alcohólicos, más desnortados y, en general, más incívicos. Cuarenta años llevamos así, y el problema se agrava cuanto más se callejea y menos tiempo se pasa en los bares, que junto a los vecinos han acabado por ser los otros grandes damnificados.

El divorcio entre los clientes y los locales no es nuevo. La palabra «botellón» en el sentido que ahora se practica, se tolera o se aborrece se utilizó por primera vez en La Voz en 1997, cuando tres pizpiretas universitarias de Santiago daban ya con la clave sobre su manera de entender la movida: «Se compran las botellas en un supermercado y se beben en cualquier parte. Es lo que se llama un botellón y resulta la forma más barata», explicaban al reportero Rocío, Mónica y Paloma. ¡Ah, queridas, era por el dinero! Entonces se pagaba en pesetas, España iba como un tiro y las copas todavía era relativamente asequibles. Y aunque quede feo escribirlo y no cuente con un sesudo estudio sociológico de la USC que lo respalde, es fácil intuir que los universitarios de los 80 y 90 procedían de familias más acomodadas.

Fue, sin duda, la llegada del euro lo que alteró el ecosistema. Casi sin darnos cuenta pasamos de pagar en el 2001 un cubata con una moneda de 500 pesetas (3 euros) -en los bares más modestos te daban vuelta- a soltar cinco euros (832 pesetas) y rogar por las gracias. Pero en ese precio siguen instalados muchos locales, incapaces de cobrar más mirándole a los ojos al cliente.

Pese a que la vida se encareció un 46 % desde la llegada del euro, hubo nichos vinculados al ocio que aguantaron el estirón. La ropa, la música y con el tiempo las copas, que era todo lo que necesitabas para salir, no siguieron la escalada salvaje del coste de las cosas. Entonces, ¿por qué sigue calando la idea de que salir por la noche es caro? A lo mejor la culpa la tienen las hamburguesas gourmet de diez euros; o el taxi que ahora tienes que pagar porque ya no puedes vivir en el centro; o la tarifa ilimitada de datos; o la factura de la luz del piso compartido; o la mensualidad de Netflix; o será el hachís, que me dice un amigo que está por las nubes. Elementos de consumo que a duras penas computan en la inflación de la felicidad.