El arco de Mazarelos

Susana Luaña Louzao
Susana Luaña DE BUENA TINTA

SANTIAGO

11 mar 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

En mi etapa de estudiante universitaria habré cruzado unas seis mil veces por debajo del arco medieval de Mazarelos. Exhausta tras la subida de la cuesta de Castrón Douro, soñolienta y quizás aburrida por las cuatro o cinco horas de clase que me esperaban, mi imaginación retrocedía unos cuantos siglos e ideaba, a la misma velocidad que los descartaba, métodos infalibles con los que burlar la guardia de los fornidos guerreros que en mi ensoñación veía custodiando las puertas. Al final, llegaba a la conclusión de que no había sistema más eficaz que el del caballo de Troya, lo que demuestra, una vez más, que no hay nada importante que los clásicos no hayan dicho antes. Es decir, que todo está inventado. Con el tiempo, las murallas de las ciudades desaparecieron porque la inteligencia humana ingenió otros medios para controlar a todo el que se mueve: el cartero, la vecina del sexto, el carné de identidad y el de conducir, las matrículas de los coches, los peajes de las autopistas, las tarjetas de crédito, los radares, los móviles, las cámaras, los drones, las redes sociales y hasta los vigilabebés. Y todo lo hemos permitido en aras de nuestra seguridad, como en la Edad Media los que habitaban intramuros aceptaron su encierro bajo siete puertas con tal de que no entrasen los extramuros. Hasta que un día llega un virus con nombre de mascota olímpica e ínfulas de realeza y se nos cuela sin pagar el peaje, sin ser grabado por las cámaras y sin que los algoritmos de Twitter lo detecten y lo bloqueen. Le hemos abierto la puerta al caballo de Troya y no sabemos ni cómo ni quién ni cuándo.