Platos y tazas

Serafín Lorenzo A PIE DE OBRA

SANTIAGO

08 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

L a esencia de la vida está siempre en las pequeñas cosas. Por muy mal dadas que vengan, uno no es un desgraciado para siempre. Y por eso mismo tampoco es posible pretender prolongar en el tiempo uno de esos momentos de dicha que, será la edad, cada vez resultan más fugaces. Hay una vieja película de Sam Peckimpah, sencilla en su planteamiento y aplastante en sus enseñanzas, que resume muy bien todo esto. Es La balada de Cable Hogue. Muchos la conocerán. Va de un tipo, interpretado por Jason Robards, que con todo en contra sobrevive en el desierto en el que fue dejado a su suerte por sus compañeros de correrías. Cable Hogue sale adelante al descubrir una veta de agua bajo la arena. En ese punto, levanta con sus propias manos una tosca parada para la diligencia, que viene a prestar el mismo servicio que hoy dan los moteles de carretera. El abrevadero tiene unas mesas en el exterior a las que el hostelero clava platos y tazas de latón sobre las que arroja un balde de agua tras cada servicio.

En esa venta improvisada y mugrienta, nuestro protagonista vive una serie de vicisitudes mientras rumia venganza contra quienes allí lo abandonaron. Dar más detalles exigiría abrir un imperdonable spoiler en un relato que funciona con la precisión de una parábola bíblica. Y tampoco es necesario para lo que en este espacio se pretende contar. Que la desdicha escampa igual que se evapora esa punzante sensación de felicidad. Piense que hasta ese camarero malencarado y displicente que ayer le atendió depositó sobre su mesa un menaje que seguro que había sido lavado con agua y jabón. Sobrarán motivos para amargarse.