La vida política es como una tira de goma que estira, encoge o se rompe para configurar una nueva tira. Y mil caras que un día se concentran, años después aparecen dispersas por los más diversos rincones políticos. Esa efusión partidaria fue intensa en los años mozos de la democracia, como una explosión de pareceres ideológicos que el tiempo iba reafirmando, limando o mudando. Era el año 1977. La sangre juvenil recorría las venas de este escribidor cuando la curiosidad le condujo a un escondida residencia situada en la parte baja de la rúa Xazmíns. Subió unas escaleras, accedió a una sala y allí al menos una treintena de jóvenes hablando acalorados en torno a una larga mesa para darle forma a una nueva opción política. Franco ya se había ido al otro barrio y quinientos kilos impedían que retornase del inframundo y pillase por sorpresa a cuanto judeomasónico se dejase ver en público. Pese a ello, daba la impresión de que lo clandestino aún bullía en las reuniones partidarias, de que las retinas atrapaban recelosas a desconocidos como yo que habían orientado sus pasos a aquella sala residencial. Sobre la mesa sobresalían los bustos de Camilo Nogueira, Xusto Beramendi, Vilas Nogueira, Trillo, Sánchez Bugallo, Xan López Facal y un largo etcétera, incluidas algunas monjitas. Al debate no escaparon las siglas de la nueva formación, con dos tendencias: PGT y POG. La segunda opción terminó venciendo por puntos, por cuanto la primera invitaba al rival a pronunciar las siglas con malévolas intenciones. Los jóvenes continuaban debatiendo cuando el escribidor salió silenciosamente para pillar un tren hacia la capital de España. Atrás quedó una vivencia juvenil.