Robinsones

Serafín Lorenzo A PIE DE OBRA

SANTIAGO

08 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Ella estuvo cinco minutos sin levantar la cabeza. Él, ensimismado en sus cosas, ni se enteró. Estaban a unos centímetros, sentados en la misma mesa, y no cruzaron una sola palabra. Esta escena que en otro tiempo hubiera delatado un mal día de sus protagonistas puede pasar hoy por ser el retrato de un café compartido por cualquier pareja. O por una familia de tantas, si aderezan la estampa con uno o dos pequeños también con la cabeza baja. Es la dictadura del smartphone, el dispositivo que ha conseguido convencernos de que podemos ir hablando solos por la calle (al menos, sin ningún acompañante al lado) sin que a nadie se le ocurra tomarnos por chalados. Su brutal expansión, hasta convertirse en un apéndice de nuestra propia mano, es la culpable de que incluso la conversación más trivial sea apreciada como artículo de lujo. Nos preocupa más saber cuántos likes (esta epidemia también nos exige un cierto manejo de anglicismos más o menos improvisados) nos ha reportado nuestra ocurrencia en Twitter que disfrutar de un tiempo de ocio más valioso a medida que se hace cada vez más exiguo. La paradoja es que nunca hemos tenido acceso a tanta información como ahora y, en cambio, nunca hemos estado tan aislados. Un mundo de robinsones. Náufragos de forma voluntaria, y hasta contentos, oigan.

El debate alienta teorías dispares. Las habrán escuchado. Entre los padres que prohíben el móvil en la mesa y los que se jactan de que su niño de tres años ha nacido con un sexto sentido para las maquinitas (risas) los más sensatos son los que aconsejan a sus hijos que levanten la vista de la pantalla antes de cruzar la calle. Lo primordial es vivir.