29 sep 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Todos queremos que el mal nos resulte externo, extranjero, que no habite entre nosotros y mucho menos en nuestro interior. Por eso es tan perturbador comprobar que bajo una apariencia de normalidad, incluso bajo los ropajes del ideal, puede aparecer lo siniestro. Lo siniestro no es que el delincuente habitual delinca, ni que el asesino asesine, ni que el terrorista ponga una bomba. Eso es doloroso y moviliza nuestro rechazo, pero estamos tranquilos porque todo está en su sitio. No son de los nuestros. En esos casos, deseamos la captura del criminal porque la protección es externa. El peligro no nos amenaza desde el interior.

Ayer supe que un niño de Santiago le preguntó a su madre: «¿Por qué nos pedís que tengamos cuidado con los extraños?». Lo auténticamente siniestro es que lo más familiar aparezca como desconocido, que súbitamente lo más próximo resulte irreconocible. En ese momento se produce un doble extrañamiento. Ya no reconocemos a ese otro, pero tampoco sabemos lo que somos para él, ni lo que quiere hacer con nosotros. La experiencia de lo siniestro, y la angustia que la acompaña, se produce cuando en lo más familiar aparece lo irreconocible. Es el huésped desconocido, lo espantoso que se revela, lo que nunca esperaríamos encontrar ahí. Por eso no nos inquieta tanto la maldad como que la maldad no esté localizada, en su sitio, en donde no nos sorprenda. De las malas compañías es fácil apartarse, pero de la intimidad extraña no.

El asesinato de Asunta ha provocado temor en algunas personas que nunca harían daño a sus hijos. Es la culpabilidad propia de los inocentes parasitados por el miedo a hacer algo malo. Pero también ha generado una inquietud colectiva. La psicología de las masas nos puede conducir del apoyo inicial a los padres, mientras nos identificábamos con su desgracia, al intento de linchamiento como un modo de tratar la angustia que nos provoca su acto. Esa angustia que se despierta al comprobar cómo alguien, en quien podíamos mirarnos, rompe el espejo y suscita el temor a lo irreconocible que habita en cada uno.