Veinte años de «Nevermind»

SANTIAGO

El 24 de septiembre de 1991 Nirvana editaron el disco que iba a protagonizar la ultima gran revolución del rock. Dos décadas después Fugas lo recupera

20 dic 2013 . Actualizado a las 10:30 h.

| Un sábado de 1992, sesión de tarde de la discoteca Baroke en Sada (A Coruña). Los adolescentes lucen su plumaje al son de la infame música comercial de la época. De pronto, suena Smells Like Teen Spirit. Y la chavalada alucina. La conocen. Es el tema de Nirvana, el grupo americano que ha desbancado a Michael Jackson del número uno a base de guitarras, uñas y angustia generacional. Suena tensa, amenazante, radicalmente diferente a lo usual. Cuando llega el primer estribillo, unos cuantos chicos empiezan a empujarse entre sí. Imitan el videoclip de la canción. En la segunda vuelta el pogo es mucho mayor. El pincha, que teme que la cosa se le vaya de las manos, detiene el tema. Ese sonido duro, del que se estaban haciendo eco los medios, asomaba su cabeza en el sitio más insospechado. Aunque la mayoría lo desconocía, aquellos chicos estaban siendo testigos privilegiados de la última gran revolución del rock: el grunge.

Todo empezó mucho antes y en un sitio mucho más lejano, claro. Concretamente en el Seattle de los años ochenta. Allí, bandas como Green River o The Melvins primero y otras como Mother Love Bone o Mudhoney después, dieron forma a una mezcla autóctona de punk y hard-rock. Un pequeño sello, Sub Pop, se encargó de expandir ese sonido, obteniendo respuesta en los críticos más inquietos. Muchos se fijaron en una banda, Nirvana, que había debutado en 1989 con Bleach, un disco cuyos bajos y guitarras pesadas no ocultaban la vena pop de un grupo que igual remitía a Black Sabbath como a The Vaselines.

En 1991, tal día como mañana, veía la luz Nevermind. Geffen, su compañía, preveía despachar medio millón de copias. En enero de 1992 ya había venido 12 millones, colándose en la vida de una generación que la sociología del momento bautizó X. Un año antes Douglas Coupland había titulado un libro igual.

Veinte años después, y convertido en una pieza clásica, Nevermind se revisita como un símbolo musical de una era de cambio. El rock underground irrumpía en el mainstream, situando a esa generación frente a un muro de guitarras lleno de vetas de sensibilidad. Se trataba de una música agresiva, pero increíblemente melódica que el productor Butch Vig moldeó con la mente puesta en los Pixies del Doolittle.

Así se canalizó el mensaje de Kurt Cobain: un rabioso alarido de asco, nihilismo y vulnerabilidad. Ello rompió con la imagen machista de los Guns n? Roses o Mötley Crüe del momento. Ninguna mujer se sentía agredida por esa música, tan o más fuerte que la de los grupos mentados. Tampoco gais y lesbianas, por los que Cobain mostró siempre un respeto entonces inédito en el rock. La recopilación de caras B, Incesticide, contenía esta nota: «Si alguno de vosotros odia a los homosexuales, a la gente por su raza o las mujeres, por favor déjennos tranquilos. No vengan a nuestros conciertos y no compren nuestros discos».

Era otro nuevo portazo al cinismo, el que en 1990 había llevado a los falsarios Mili Vanili al trono de los premios Grammy, frente al aplauso de la industria. Aquella música, hecha para los desheredados sociales, sonaba a verdad. Y muchos se la creyeron, abrazándose a ella y proyectando sus conflictos. La efeméride que se celebra mañana servirá para recordarlo. Quizá también para mirar alrededor y darse cuenta que las listas de éxitos necesitan que un nuevo Kurt Cobain las patee. Por el bien de la música, que así sea. Y cuanto antes, por favor.