La primera vez que lo vi, él salía de una piscina de aguas azul profundo con aquella sonrisa suya tan peculiar que estiraba más la comisura izquierda de sus labios a la vez que mostraba sus dientes blanquísimos, los ojos marrón café mirando picarones debajo de las pestañas pegadas por el agua. En realidad, de la primera vez que lo vi no me acuerdo porque en la memoria de mi infancia él siempre estuvo presente. Lo vi de nuevo el día de su regreso a la aldea, años después. Estaba en el camino, jugando con los otros niños, mostrándoles un enorme paquebote de hojalata y muchos colores. Dirigía a todos, organizaba quiénes podían tocar por turnos, quiénes solo mirar y quiénes podían dirigir con él la singladura del barco. Con la misma risa y los ojos aún más picarones. ¿Quién eres? ¿Dónde vas? Fue todo lo que me dijo. Además, añadió: Las niñas no podéis jugar. Creció y se convirtió en el adolescente y joven que ya anunciaban sus juegos infantiles. Dirigía las actividades de todos; él era el más guapo, simpático, atrevido… También insolente, arrogante, peleón, hiperactivo y ocurrente en un mundo de chicos en el que nosotras no pintábamos nada. Pero él sí pintaba en el nuestro. Era una buena compañía al acudir a las fiestas y de vuelta a casa. No miraba, no contaba nada a las madres. Sabía detectar estados de ánimo y de amores y aconsejarnos. Se convirtió en imprescindible. Hasta que una horrible tragedia se lo llevó de nuevo, esta vez para siempre. Décadas después, aquellos niños que podían acceder al paquebote y nosotras, que solo pudimos, tuvimos un pequeño lugar en su corazón, seguimos dándole vueltas a su vida y personalidad y aún le echamos de menos.