Salir con vida

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

02 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Michael Jackson me salvó la vida. Sucedió hace un millón de años, en una época que ya nadie quiere recordar, donde los juegos de beber tomaron posesión absoluta del control de nuestras noches. De las tardes también.

Cansado de seguir perdiendo en cada pregunta de aquel estúpido enredo que suponía el «yo nunca», y tratando de aceptar lo vergonzoso de todos mis actos funestos convertidos en decenas de chupitos, tomé el camino que llevaba desde mi silla de bar de extrarradio hasta la plaza del Corregidor.

Pubs con la música demasiado alta. Aforos sobrepasados. Felicidad juvenil. A lo lejos, desde la esquina de ese local cuyo letrero algunos leen al derecho y otros al revés, una enorme mancha de gente vestida de negro no dejaba ver más allá.

Era ese extraño momento universal en que las tunas invadían todas las ciudades.

Saltaban de garito en garito cambiando canciones por copas, cantándole a las chicas en un intento hortera y decrépito de flirteo, de salir de sus camas por la mañana sin ningún tipo de obligación o compromiso, sin nombres y, por supuesto, obviando un segundo encuentro. Anónimos. Prescindibles.

Todo resultaba tétrico y mi tonto temor a los uniformes y los versos turbios y deshonestos de su cancionero no me dejaban avanzar. Quizás los cinco tragos de golpe anteriores tampoco, pero decidí echar a andar tratando de cruzar firme la plaza hasta el Soportal, donde lo más probable es que otros cinco disgustos me estuvieran esperando sobre la barra.

Pisé en falso un adoquín, ese maldito adoquín que se apoya sobre el aire, el que te moja el empeine en los días de lluvia, y el equilibrio se me perdió. Alcé la mano con fuerza y pude agarrarme al mástil de una guitarra rompiendo dos o tres cuerdas a la vez.

La plaza se silenció. Adelita ya no se iba con otro y el tuno, ignorando todas mis disculpas, me inmovilizó con una llave de kárate propinándome un par de golpes que yo no podía defender. Cerré los ojos impasible y los puñetazos cesaron.

Miré de soslayo a mi izquierda -que es donde miro cuando no miento- y vi como, si del vídeo de Black or White se tratase, Michael Jackson reducía a aquel tipo, sin esfuerzo, deshaciendo la pelea casi con disimulo.

No, claro que no era el rey del pop, solo se trataba de un popular y ya famoso imitador local que recorría los bares de la Plaza del Corregidor en busca de Billi Jean, luciendo guantes de diamantes falsos y moonwalks de ejecución perfecta sobre suelos llenos de serrín. «Gracias Miguel», le dije conocedor de su verdadero nombre. «Me llamo Michael», contestó con la mano apretando la entrepierna y se marchó.

La tuna despareció de la ciudad -de todas- sin darnos cuenta, casi a hurtadillas, como se esfuman las cosas que vas ignorando poco a poco hasta que la mala memoria las borra para siempre.

No volví a ver a Miguel, aunque reconozco que siempre miro alrededor cuando una canción de Michael Jackson suena cerca. Al fin y al cabo, una vez, me salvó la vida.