La nave de los locos

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Magníficas tintas de la artista plástica Eva Casado en El Cercano

06 abr 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

«La carne aleante, súbito el párpado, el vivir como nunca coloreado. ¡Cuánto jilguero se remonta, aletea, desde tu cuerpo!», Miguel Hernández.

El faro que ilumina el mar más independiente de la cultura ourensana, El Cercano, punto de encuentro con el arte y otras mareas, presenta la obra de la artista plástica Eva Casado Blanco, una colección de tintas de gran intensidad conceptual y fuerza expresiva. La autora exhibe visiones fantásticas de gran simbolismo con cierta influencia del enjambre figurativo de El Bosco, en La nave de los locos, del romanticismo insurgente de William Blake y de Miguel Ángel en la construcción volumétrica de la figura en atención a la anatomía expansiva y a los violentos y expresivos escorzos que descoyuntan la figura hipertrofiándola o reblandeciéndola como en Schiele, alargando su canon o achaparrando sus miembros, distorsionando el cuerpo y lacerándolo, como acentuando la expresión de lo patético, interiorizado el dolor.

Plantea, de manera visible, una reinterpretación, fusión de las formas clásicas, reinventando y reestructurando la imagen, semejante al tratamiento figurativo del que fue su maestro, el artista ruso Igor Bitman, conocedor de múltiples técnicas plásticas que retomó el uso de la antigua Encaustique en la que los pigmentos se disuelven en cera y se aplican con utensilios calientes, formando una capa superficial a modo de barniz o caramelo que realza brillos y matices cromáticos y unifica con aspecto de textura aterciopelada. Sus imágenes inquietantes se comparan a los collages fotográficos del dadaísmo, los Photofragments, a Robert Rauschenberg ó Richter desde una integración de los materiales plásticos y el protagonismo de un concepto amenazador y sorprendente que subyace en la imagen que se presenta. Las tintas parten de un dibujo riguroso, xilográfico que remite a las incisiones del buril en la plancha del grabado, con angulosa línea de contorno y sombreado del expresionismo germánico, con una negación del color, no de su gradación tonal que potencia el valor dramático en la bicromía de sepia oxidado y negro, en la rigurosa ausencia que implica en vacío el blanco. Aún en esta austeridad cromática, la artista sabe elevar texturas de distintas y exquisitas calidades, volúmenes y profundidades. La mancha se convierte en abismo confuso y corrosivo y la luz intensifica en los blancos la desolación y el alineamiento. Personajes aislados en el fondo de sí mismos, presos de su pasado. Cuerpos que se relacionan entrelazados en un nudo invisible de anatomías siamesas y confusas y gestos dramáticos y teatrales que introducen la visión y expresión del pathos, renunciando a una excesiva profundidad y al centrarse en la disposición de los personajes logra un máximo de volumen corporal con un magnífico equilibrio descentrado que dirige en fuerza centrípeta al centro nuclear. Con cierta tendencia al naturalismo feroz de Grünewald y el arabesco descarnado, realzando la tensión de la recurrencia al blanco, la inocencia, con una resignificación dramática del miedo en olas de un mar de locura en el que a los náufragos los pájaros de la libertad les han picado lo ojos. Las extremidades se monumentalizan en articulaciones hinchadas, el pájaro en manos de otro es un pájaro muerto. Extraña tríada de muerte y vida en la que confluyen actitudes similares entre el hombre y el animal igualmente privado de libertad. La figura musical se aísla sobre los pliegues metálicos de su peplo con cierto advenimiento consentido. Como una presencia maléfica, las mujeres situadas a su espalda recuerdan aquelarres de Goya. El surrealismo irrumpe en el personaje que en escorzo se introduce en una olla micénica, en la metamorfosis del pájaro amortajado como una escenificación plástica de la pérdida de las alas, de la libertad, de la niñez y desnudos los cuerpos se van liberando de sus ropas para deshacerse en nubes de insectos. La pérdida de la inocencia es protagonista en la obra que con la metáfora de la muñeca rota identifica lo masculino con la presencia sin rostro que se aleja tras robar su infancia en una casa sin ventanas. Un espacio de confinamiento en el que contempla sus fragmentos como muñones. Un no lugar para el no recuerdo.

crítica de arte