Cómo despedirse de una moneda de 500

Ruth Nóvoa de Manuel
Ruth Nóvoa OURENSE

OURENSE

25 ene 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

Ir al Banco de España a cambiar pesetas por euros, ya en el 2003, da un poco de corte. Con el trauma de la nueva moneda superado (en la cabeza que no en el bolsillo), uno aprieta con fuerza las quinientas pelas en la mano. Y siente un cosquilleo extraño, casi infantil, cuando atraviesa la puerta descomunal del descomunal edificio. Ir al Banco de España a cambiar pesetas por euros es, casi, como quedar a tomar un café con tu ex. Por una parte, estás nerviosa. Por la otra, tienes clarísimo que ya no te interesa. Igual, igualito, que con las pesetas. Ellas también forman parte de tu pasado. Pero poco más. La cola casi no es cola. Por delante, un hombre se explica: «Apareceron mil pesos nun caixón. Así que haberá que cambialos». Cualquiera diría que ahora, cuando ya no valen, las pesetas aparecen hasta debajo de las piedras. Llevar a la tintoría un abrigo. Ordenar el cuarto de los niños y encontrar una hucha. Limpiar el coche a fondo. Acciones, todas ellas, que pueden acabar con unas rubias en la mano. Algunos hasta se han encontrado billetes entre las páginas de algún libro. La despedida es fría. Evidentemente, la funcionaria no es tan dada a los sentimentalismos. Normal. Lleva más de un año convirtiendo pesetas en euros. Lleva más de un año diviendo X entre 166,386. Normal que no sienta nada especial cuando deposita mis cuatro monedas en el cajetín. Mientras las recojo y las meto en la cartera siento una mezcla de alivio y de culpabilidad. Mis quinientas pelas se quedan allí, tras el cristal. Un resguardo atestigua el cambio. Y nada más. Después de un año batallando con la nueva moneda, la única, la europea, la advenediza, recordar a la peseta provoca añoranza. De verdad.