La voladura de los budas de Bamiyán, en marzo del 2001, por los talibanes no fue simplemente un acto de destrucción material. Fue un asalto contra la historia y una demostración escalofriante de la irracional ira ideológica. Su destrucción demostró que, para el extremismo, la historia y la cultura son obstáculos que deben eliminarse si no encajan en una interpretación rígida y excluyente de la ideología. Es la negación de la coexistencia y del legado, una forma de reducir la complejidad histórica a una simple dicotomía «nosotros/ellos».
Salvando las distancias, hace unos días, con nocturnidad y calimocho, fue derribado el último toro de Osborne que adornaba el paisaje de Álava en la localidad de Rivabellosa. Los responsables de la gesta han sido los integrantes de Ernai, la organización juvenil de izquierda aberzale que, sierra en mano, liberaron al pueblo vasco del «símbolo españolista» que perturbaba la paz de Euskal Herria.
El toro fue diseñado por el comunista Manolo Prieto en 1956 con el propósito de publicitar el brandi veterano por las carreteras de España. Reconocido internacionalmente como un «diseño logrado», fue indultado de la ley de eliminación de vallas publicitarias en 1994 por su «interés estético y cultural». El toro es más patrimonio cultural que símbolo político, pero ¿qué más les da?
Antes que en la Monumental de las Ventas o la Real Maestranza de Sevilla ya sonaban clarines en el valle de Urola y se lidiaban toros en los campos de Loyola. La fiesta no llegó a Euskadi como un injerto españolazo. Nació allí.
La tauromaquia fue patrimonio del nacionalismo vasco, el mismísimo Jon Idígoras pretendió ser torero apodándose «Chiquito de Amorebieta», toreando como novillero en las fiestas vizcaínas.
El toro bravo es tan vasco como el bacalao al pilpil. Su presencia en decenas de localidades vascas no es una invasión centralista sino una expresión popular, la más antigua de España.
La reacción política ante el derribo del toro de Osborne ha sido un dejà vu con txapela. El PNV condena, EH Bildu se pone de perfil, y los de siempre se llevan las manos a la cabeza.
El derribo del toro no es más que una maravillosa metáfora de la política vasca: un enfrentamiento constante por la simbología más vacía, con mucha testosterona y cero consecuencias prácticas. Lo importante, lo que define nuestro futuro, es si un toro de chapa que campa por la península se mantiene en pie.
Ahora que el último toro ha caído, las carreteras son un 100 % más vascas, el aire es más puro, y los pintxos saben mejor.
¡Y todo gracias a una valiente juventud que se atreve a enfrentar gigantes de acero cervantinos!
No es solamente un crimen contra el arte sino un acto de autoflagelación cultural.
Fanatismo e ignorancia. Peores que un cóctel molotov.