La cuenta atrás para el cierre de Almaraz ya ha comenzado. La central extremeña, una de las más emblemáticas del parque nuclear español, ha iniciado su proceso de clausura administrativa, un trámite que debe ponerse en marcha dos años antes de que caduque la licencia de operación. En principio, sus dos reactores cesarían su actividad en el 2027 y el 2028, aunque las eléctricas han solicitado al Gobierno una prórroga hasta el 2030.
El debate, sin embargo, trasciende a Almaraz. Lo que está en juego es el futuro del suministro eléctrico español y, en última instancia, el modelo energético de un país que parece decidido a caminar a contracorriente del resto del mundo. Por ley, Red Eléctrica de España deberá pronunciarse en las próximas semanas sobre si el cierre compromete la seguridad del sistema. Si su informe detecta un riesgo real, el Gobierno estará obligado a reconsiderar el calendario.
Y es que Almaraz no es una planta cualquiera. Es una pieza clave para la estabilidad de la red en el oeste peninsular, un punto frágil del sistema eléctrico que ya ha sufrido incidentes recientes y donde los técnicos del operador han activado medidas preventivas ante posibles apagones. Apagar una central así no es, por tanto, una cuestión simbólica o ideológica: tiene consecuencias tangibles sobre la seguridad y la resiliencia energética del país. Mientras España avanza hacia un apagón nuclear programado entre el 2027 y el 2035, el resto del planeta sigue la dirección opuesta. Hoy se construyen 62 reactores en 15 países, encabezados por China, India y Rusia. Francia, Suecia, Polonia o el Reino Unido están ampliando sus plantas, y la Agencia Internacional de la Energía insiste en que sin energía nuclear será imposible cumplir los objetivos climáticos de descarbonización.
La energía nuclear vive un renacimiento global, no solo como alternativa al carbón o al gas, sino como complemento necesario a las renovables. La Unión Europea la ha reconocido oficialmente como una fuente «verde», y la nueva generación de reactores modulares promete reducir costes y aumentar la seguridad. Sin embargo, España ha optado por renunciar a esta vía. Mantiene una de las fiscalidades más altas de Europa sobre la energía nuclear y un marco regulatorio que penaliza su operación, hasta el punto de convertirla artificialmente en deficitaria.
El argumento oficial es conocido: las nucleares no son rentables y las renovables cubrirán la demanda. Pero la realidad es más compleja. La intermitencia del viento y del sol exige contar con fuentes estables que aseguren el suministro continuo. Sin almacenamiento suficiente, el sistema seguirá dependiendo de los ciclos combinados de gas o de las importaciones eléctricas de Francia.
España corre el riesgo de quedarse sin red de seguridad en un momento en que la transición energética exige equilibrio, no fe ciega. La paradoja es evidente: mientras el mundo redescubre el valor estratégico de la energía nuclear, España acelera su desconexión. Y en ese camino la sostenibilidad puede acabar siendo la víctima silenciosa de una política más guiada por los gestos que por la razón.