La última vez que estuve con Guillermo Fernández Vara me habló de Galicia. Acababa de volver de una reunión de presidentes autonómicos en Santiago y me contó que, tras la cena, paseando por el Obradoiro en compañía de Alfonso Rueda y otros colegas, había sentido la magia de la lluvia y la piedra en Compostela. Fernández Vara me confesó que, en la parte vieja de Santiago, en una de esas noches mágicas en las que todo está quieto y hasta el orballo moja tan despacio que ni se nota, había sentido una paz distinta. «Los gallegos tenéis otra manera de estar en el mundo», sentenció, y me gustó que me incluyera a pesar de que nací y vivo a 700 kilómetros.
La historia de Guillermo Fernández Vara es la de un niño de derechas que de mayor se hizo de izquierdas. Era nieto de fiscal e hijo de un magistrado que murió joven en una curva larga y maldita por Talavera de la Reina. La primera vez que votó, en 1979, hizo caso a su padre y escogió la papeleta de UCD. Después, la familia se trasladó a Córdoba, donde se licenció en Medicina y entabló amistad con Antonio Hernández Mancha, hijo y sobrino de compañeros de su padre en la Audiencia cordobesa. Mancha le convenció para que se afiliara a Alianza Popular, partido en el que militó durante un año. Pero al acabar la carrera se trasladó a Extremadura y conoció a un vecino de pedanía, Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Ambas familias tenían una hija de la misma edad y surgió la amistad. «En Juan Carlos no solo encontré un amigo, sino también una persona que me hizo ver la vida de otra manera», me contó en una entrevista. Esa vida se acabó para Guillermo Fernández Vara el domingo pasado, pero queda su ejemplo de moderación y de político sin dogmas. Él también tuvo otra manera de estar en el mundo.