Todos procuramos mantener coherencia entre lo que pensamos, decimos y hacemos. La mayoría están convencidos de que siempre tienen una buena y acertada razón para hacer una cosa y no otra, o pensar de un modo que no tiene que coincidir con el de otros. También hay personas que actúan en función de lo que hace la mayoría, creyendo que es lo correcto, sin pararse a pensar por qué lo hace y si su comportamiento es racional y adecuado.
Todos procuramos ser racionales, pero desconocemos que esa racionalidad se basa fundamentalmente en nuestras creencias, en nuestros sesgos cognitivos, en la formación de ideas a lo largo del tiempo, a través de las consecuencias positivas o negativas que ha tenido nuestra forma de razonar, expresada verbalmente, o en lo que vamos haciendo. En contra de lo que pensamos, a veces carecemos de flexibilidad mental. Sin ella, lo que pensamos se refuerza más y más y es más difícil cambiar un razonamiento, incluso cuando la evidencia vaya del todo en contra.
Lo anterior lleva a que cada persona, en lo que piensa y hace, crea que tiene razón. Pero ello no tiene por qué ser cierto. Muchos cambian, o cambiamos, nuestra forma de pensar conforme pasa el tiempo, sobre todo cuando disponemos de nueva información sobre hechos concretos. Además, lo que es bueno o malo lo marca nuestra cultura en cada momento histórico. Lo que hoy es bueno, mañana puede dejar de serlo, o viceversa (como ejemplo, lo que se pensaba de la esclavitud hace siglos). Aun así, en nuestro considerado mundo civilizado hemos llegado a niveles altos de consenso sobre lo que es bueno, o deseable, para todos, o para la gran mayoría (por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos). Que se cumpla o no es otra cuestión.
El problema aparece cuando la persona cree que su razón es la única y verdadera. De este modo su razón pasa a convertirse en un dogma, asumiendo que solo hay una razón, la suya, de entre varias posibles. Las otras estarían equivocadas, serían erróneas e incluso punibles. Ello abre la vía al radicalismo, la rigidez, al autoritarismo, la ira, el desprecio, la incomprensión o al aislamiento.
Parte de lo dicho explica muchas barbaridades que se han cometido a lo largo de la historia en nombre de la razón o de ciertas teóricas verdades. Esto sigue presente hoy. En distintos aspectos de la vida diaria seguimos viendo personas, líderes o países que están del todo convencidas de sus planteamientos, a veces irracionales, sesgados, no basados en hechos y tergiversados, sin admitir otros planteamientos, nuevos u opuestos, o ni querer oír hablar de ellos. Los humanos somos así de diversos, peculiares y únicos.
En conclusión, no siempre tenemos razón. Otros, tampoco la tienen siempre.
Son buenos antídotos para razonar mejor cultivar una mente abierta, ser flexibles mentalmente y escuchar activamente. Ello nos facilita pensar más racionalmente y ser más coherentes.