
Invade los aires de nuestras calles el polen de las flores que revientan en una obscena manifestación de pornografía vegetal, y yo, que soy muy sensible a estas cosas del amor, ando llorando —como Gerard Piqué en los juzgados— por la alergia que causan los polvos amarillos de los plátanos y los abedules. La primavera siempre ha sido motivo de consternación sentimental, cuando los adolescentes y los jubilados pierden la orientación y la noción del tiempo ante las piernas, que aparecen de repente de la nada, de las quinceañeras que acaban de descubrir el juego de la seducción, y que es como una pistola de fogueo en las manos de un niño. Hay países, más al sur, donde las estaciones no existen y todo el año hace el mismo clima y es una sola estación. Son países donde los nativos no van a la playa a pesar del calor porque tendrían que vivir allí, y añoran el frío y la nieve que ven en las películas navideñas de la televisión —esas en que Papa Noel se llama Santa—. Aquí, en cambio, al más mínimo resquicio de Lorenzo, la ciudadanía se lanza a las arenas de la ensenada, ahora levantadas para hacer barrera al mar, pero también para marcar desde María Pita la temporada de playa —Inés, por favor, desmorona ya el arenoso muro de Berlín—, y se transmutan de un día para otro en sofisticados millonarios de vida regalada. Es lo que tienen el sol y la primavera. Que nos llenan de lágrimas y estornudos, pero también de vitamina D y nos activan las hormonas del amor. Vaya, que nos hacen más felices.