Los vientos cabalgan libres en lo alto de las montañas. Su poder es inmenso y los árboles doblan el espinazo a su paso. No tienen patrias y es inútil perseguirlos. No hay gobierno ni poder que pueda encadenarlos ni ponerles límites. Como mucho, y como decían los antiguos, lo mejor que puedes hacer es ajustar las velas en su dirección para aprovechar su impulso. En lo alto del monte Seixo, en tierras de A Lama y Cerdedo-Cotobade, a casi mil metros de altura, uno puede medir su propia dimensión. La nada que somos en la inmensidad y, pese a ello, la cantidad de daño y tragedias que podemos generar. Deberían invitar a Benjamín Netanyahu a darse una vuelta en soledad por aquellos parajes. Encontrarse a solas con las potentes ráfagas eólicas para limpiar el alma. En los días claros de O Seixo se puede ver media Galicia. El imperio verde, dormido y callado. A lo lejos, la ría de Pontevedra reposa en la paz de sus aguas plateadas, con la melena de la isla de Tambo adornándola en el centro. Y Arousa se deja acariciar por el abrazo del mar. Aquella quietud inspira paz. Hay allí una formación rocosa que le llaman el Portalén. Tiene trazas de un pórtico colocado por la naturaleza. Cuentan que si se cruza de norte a sur uno puede entablar conversación con sus difuntos. Conocer cómo les va en el más allá. Hay que escuchar en silencio. Mientras uno lo intenta, solo se percibe el zumbido de los eólicos y el rugir del viento. Algunos aseguran que en lo alto había un ara solis, un altar al sol. Un lugar para las ilusiones y los ensueños de ingenuos. En la realidad, el mundo sigue matándose y bombardeando inocentes. Y ni el viento más fuerte parece capaz de desviar la deriva de odio que inunda la humanidad.