Vivimos aún los últimos calambrazos de un largo ciclo de elecciones varias: europeas, catalanas, Reino Unido, Francia... y las de EE.UU. esperándonos, ávidas de impactar nuestra atención como si fueran propias. Y motivos no faltan, que donde hay patrón no manda marinero. Y, en tal contexto, hemos vuelto a ser zarandeados por términos manidos, manoseados; tanto que parecieran palabras enfermas por desgaste de materiales. Entre ellas, dos en posición de oro y plata en esas olimpiadas de lugares comunes: conservadores y progresistas. Líbreme Dios de pretender arreglar lo imposible. Pero me atreveré a unas breves consideraciones, por si a alguien pudieran resultar de algún interés. Un servidor es ferviente partidario de disfrutar (no de padecer) de movimientos sociales conservadores. Y, en su formalización como estructuras para la pugna política, de partidos de tal nombre. A ellos corresponderían algunas nobles e imprescindibles labores sociales: echar el freno a cambios torpemente rápidos y/o bruscos, testar que lo nuevo sea bueno, esclarecer que lo bueno no tiene por qué ser lo nuevo, defender aquellas tradiciones que han dado sentido a la comunidad y su espíritu (el volkgeist); retardar los shocks innovadores, al efecto de que el cuerpo social, en tanto que organismo complejo, encuentre ritmos y modos para metabolizar tanto impulso transformador; evitar que con el cambio de aguas se nos vaya el niño por el desagüe. Poner coto al vértigo. Estabilizar a las sociedades, siempre en marcha, por rutas, más o menos sinuosas.
Corresponde a los progresistas impulsar el cambio, meter octanaje y energía a la búsqueda de nuevas soluciones, de más y mejor justicia social, de la mejor y bien entendida igualdad (sobre todo, de oportunidades), de proteger y mejorar los derechos de las minorías, haciéndolos efectivos y no meras entelequias retóricas. Es progresista, creo, empujar el vehículo en esa dirección, con determinación, con la mayor solidaridad y afecto por los más necesitados. Pero también lo es protegerse contra las vanguardias imprudentes e hiperactivas que nos despeñarían en la próxima curva. Se trata de equilibrios, de homeostasis, de mucho motor y mucho freno, como los coches de lujo. Lujo al que deberíamos aspirar si queremos ser sociedades tan fuertes y dinámicas como estables.
No ofenderé yo su inteligencia, amable lector, ni siquiera sugiriendo a cuál de las tareas descritas debería apuntarse uno u otro. Pero creo que sería buena idea cuestionarse: ¿se vende de eso por aquí... hay alguien al servicio de labores tan necesarias, eternamente urgentes? Convendría darse un tiempo antes de responder. Concisamente, un ejemplo. He leído y oído recientemente algunos datos muy al caso sobre la aplicación de la eutanasia en esta España nuestra (pueden consultarse los informes anuales sobre la prestación del derecho a morir, publicados por el Ministerio de Sanidad). Una de cada tres personas que pide acogerse a la ley de muerte digna fallece antes de que se resuelva su expediente, generalmente entre notables sufrimientos. Entiendo bien que se extremen todas las cautelas en estos casos. Pero sugeriría igual empeño y mimo en que viva (bien) quien quiera vivir que en retrasar la muerte de aquel que desea morir. Esto también es celebrar la vida. Y de eso se trata. Frenar y acelerar.