Jueces en democracia: comunidad, legitimidad, poder
OPINIÓN
Las leyes tienen su cara amable. Protegen derechos, regulan conflictos, disuaden. Pero también estrechan márgenes, recortan libertades, son coercitivas. Obligan y castigan, aunque ni sepamos de su existencia. Aquello de que «el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento». Imposible expresar con más luz la altísima valoración social de la ley. Y por una elemental cuestión de equilibrios, tanto poder exige otro tanto de legitimidad. Y más, hablando de leyes penales: exigimos legitimidad a raudales para legislar sobre cuándo, por qué, por cuánto tiempo se nos puede encerrar en prisión. Históricamente, brotaron subterfugios de capacidad icónica apabullante: leyes de origen divino, de origen «natural» o el rey absoluto encarnando al mismo dios para promulgarlas. En las tiranías, una pantomima puramente formal al servicio del poder. Pero, en las democracias liberales, la legitimación primigenia de la ley es la gente. El pueblo. Nosotros todos. La «soberanía popular». Diputados y senadores nos re/presentan, como álter egos. Y legislan legítimamente por eso: en nuestro nombre, activando el «préstamo de identidad» transferido por sus electores. Simbólicamente: cuando una ley me envía a la cárcel, yo mismo emprendo el camino. Ese es el vínculo psicosocial definitivo y único que legitima el reproche penal ante la comunidad. Así nacida, la ley hay que aplicarla; con vocación universal, pero a casos concretos. Entonces, nuestros apoderados parlamentarios, empoderan a los jueces: aplíquenla, también en nuestro nombre.
Bien: recientemente, con la política al fondo, se difunden errores o falsedades, vaya usted a saber, justificativas de la actitud de algunos jueces sobre este asunto. Llamémosle errores. Se trataría de tres, encadenados. Me serviré de la reciente amnistía. Ignoro si esa ley conseguirá los fines esgrimidos por sus valedores (ojalá, por el bien de todos), o si solo haya servido para ahormar una mayoría parlamentaria. El tiempo dirá. Pero ese no es el asunto. Se dice, también por jueces, que esa ley viola la separación de poderes. Y eso es conceptualmente falso. Dijimos que legislar corresponde a la soberanía popular, inquilina del Parlamento. Los jueces tienen otro poder, distinto y enorme: aplicar lo legislado, decidiendo sobre vidas y haciendas. Y no más. Desviarse de ese rumbo, quiebra la brújula del sistema. Y aparece ese activismo judicial de siempre, lawfare, apodo importado mediante. El tan citado ideólogo de la separación de poderes, Montesquieu, sobre voces a escuchar, escribió: «El juez no debe ser más que la boca que pronuncia la palabra de la ley». Ser su primera voz y más alto pregonero: esa es su función. Poderes independientes sí, pero uno es subsidiario del otro. El legislador, legisla: también para los jueces; apliquen las leyes, pero no «al revés». El juez disconforme, podría dedicarse a otros menesteres. Por ejemplo, presentarse a las elecciones. O ceñirse, en su día y caso, al Constitucional. Tampoco es tan complicado.
Esta equivocación está embarazada de la segunda: la amnistía viola la independencia judicial. Ni ha asomado al BOE y ¿saben ya que no serán quienes de aplicarla con rigor, profesionalidad y absoluta independencia? Su autonomía es para eso; ni más, ni menos. En realidad, son tan independientes que, siendo la ley la misma, ni siquiera se ponen de acuerdo entre ellos, resolviendo a menudo antagónicamente, sobre asuntos idénticos. Entre otros, un servidor contribuyó en su día a mostrarlo, método científico mediante. Y la ideología del juez, habitual cedazo, más o menos camuflado, en el análisis de hechos y alegatos.
El tercer error tiene tintes grotescos: la amnistía atacaría la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Las «medidas de gracia», son de naturaleza personalizada, excepcional, sustentadas en razones de equidad, interés público, reparación, ... Y nunca universales. ¿O acaso se quiere decir que para que un ciudadano sea amnistiado, deben serlo todos los demás? ¿O qué si uno no es amnistiado, no pueda serlo nadie? Absurdo. Cualquiera, cuando se otorgan conforme a derecho tales «gracias», es susceptible de indulto o amnistía. Esa es la igualdad anhelada. Tratar igual lo semejante; tratar desigualmente lo diferente. Y siempre bajo el imperio de la ley. Tres deslices en cascada. Muy dañinos; por el odio que generan y el desprecio por la verdad que expanden. ¿Por qué? ¿Para qué? No hay más preguntas, Señoría. O sí.