Dolor de cervicales, cabeza, espalda, brazos… de manera lenta y gradual. Simétrico pero variante. Agotamiento y sentir que estás encerrada en un cuerpo que no responde. Empiezan las sesiones de fisioterapia y los análisis para comprobar si hay anemia. Pasan los meses y, tras varios resultados que confirman que no hay anemia, le toca el turno a la tiroides. Están justo en el límite, bajas pero normal. Y con el transcurso de los meses, incluso años, empezamos con los discursos tipo «deberías hacer más ejercicio», «igual tienes distimia o depresión», «deberías ir al psicólogo» y, ya para rematar, «tienes que animarte».
Sigo las indicaciones y acudo al psicólogo (todo privado, por supuesto) y tras varias sesiones me remiten de nuevo al centro de salud porque tengo buena gestión emocional y hay algo que no va bien. Mi médica de familia por entonces seguía cargando sobre mí la responsabilidad de mejorar y solo contribuía a que cada día me sintiese peor. Me acostaba pensando en que el día siguiente sería mejor, pero al despertar, el dolor y las rigideces seguían ahí. Así, hasta que el cuerpo dijo basta. Una mañana en el trabajo me quedé totalmente rígida y decidieron hospitalizarme en San Rafael. De este ingreso y varias visitas a diferentes reumatólogos, me confirman el diagnóstico: fibromialgia.
Al menos había una etiqueta que, comparada con otras, «no mata», con comillas porque no te mueres, pero sí mata a parte de la persona que eras antes. Cinco o seis años antes del diagnóstico era una persona muy activa, recorría la ciudad caminando, hacía planes constantemente… ¿Y ahora? Ahora procuro mantener mi esencia y cordura, aunque cada año los brotes son más fuertes. Nunca sabes cómo vas a estar y terminas improvisando porque no puedes hacer planes. En cada brote aparecen nuevos síntomas y ya se acumulan demasiados: dolor, debilidad muscular, rigideces, visión borrosa, mareos, migrañas, síndrome de fatiga crónica… Y con ellos, un montón de medicación: analgésicos, antiinflamatorios, corticoides, relajantes musculares, antidepresivos, opioides…
Si hablamos de la atención médica, tampoco se queda en relato corto, se podría asimilar a una tragicomedia. He tenido que acudir a reumatología y neurología por privado. En el Sergas cambié varias veces de médico de familia y actualmente me atiende una persona consciente de la enfermedad y que hace todo lo posible. Me ha solicitado pruebas y derivación a reumatología, unidad del dolor, neurología, psiquiatría, psicología y oftalmología.
Las especialidades de reumatología y unidad del dolor han rechazado la petición porque no hay duda diagnóstica y ya estoy con la medicación oportuna. Neurología me cita con retraso de diez meses; psicología, con seis meses, y psiquiatría y oftalmología, en tres meses. A mi reclamación por rechazarme las consultas de reumatología y unidad del dolor me contestan lo mismo, pero con mucha literatura vacía.
En este último brote llevo dos meses de baja médica. Mi día a día en estos momentos y después de pagar distintas terapias y clínica del dolor es estar casi el 80 % de la jornada tumbada. Intento moverme, salir a caminar y hacer algo en casa. Acudo a mi psicóloga cada 15 días e intento mantener el ánimo por mi hija y mi familia, pensando que mañana será mejor. En todos los años de pruebas, respuestas y desde el diagnóstico en el año 2019, no ha habido ningún día libre de dolor ni de fatiga.
No hay que rendirse, hay que intentar mejorar y luchar por la investigación. Pero también hay que permitirse estar triste y enfadarse con la situación. El discurso positivista ha provocado que añadamos a nuestras mochilas la «tiranía de la felicidad». Un abrazo de algodón.