Esto no se puede hacer

La Voz

OPINIÓN

30 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

La insólita decisión del presidente del Gobierno de paralizar el país durante cinco días, para después decir que aquí no ha pasado nada, solo ha servido para debilitar ante el mundo la posición de España, su política y su democracia. Si cualquier persona tiene derecho a reconsiderar su vida o a padecer una caída de ánimo, un país solvente no puede permitirse ni el vacío de poder ni el desfallecimiento. Y mucho menos, no resolver su crisis.

La carta sin membrete que envió a la ciudadanía a través de una red social, y no desde la sede en la que reside la representación de la soberanía nacional, tiene algunos aspectos comprensibles desde el punto de vista humano, pero no desde la consideración que requiere una alta institución, como es la Presidencia del Gobierno. Con ella, convirtió la democracia española, formada por cuarenta y ocho millones de personas, en una mala república dependiente en exclusiva de una decisión personal.

No es el primer jefe de Gobierno que, debido a su cargo, tiene que soportar el acoso de sus rivales, puesto que, lamentablemente, el antagonismo feroz está en la raíz de la descarnada lucha política. Adolfo Suárez tuvo que dimitir cercado por todos, desde los militares de entonces a sus propios compañeros de partido. Felipe González, que fue uno de los que se empeñaron en derribarlo, también sufrió después acrecentado un ataque directo a su política transformadora, y terminó sucumbiendo al grito de «váyase, señor González», que Aznar convirtió en agresivo lema. El propio Aznar vio a multitudes en las calles pidiendo su dimisión por haber sumado a España a la guerra del Golfo. Su sucesor, Zapatero, fue denostado hasta minar su figura. Y Rajoy salió del Gobierno por una moción de censura entre acusaciones de corrupción generalizada en su partido.

Nada inédito se encontró Sánchez en su carrera, puesto que incluso vivió el acoso y la descalificación dentro de su organización, que lo echó, y tuvo que reinventarse al volante de su Peugeot. Por eso es tan sorprendente lo que ahora ha deparado a su país. No es su peripecia personal lo que está en juego, sino la fortaleza de España lo que ha puesto en entredicho.

Si realmente era su vida familiar lo que le preocupaba cuando escribió la carta, lo lógico habría sido dirimirlo en la intimidad, y no en la plaza pública. Si lo que quiso fue dar un toque de atención por la deriva cainita de la política española, es de agradecer su intención, pero, como se ha visto ya, y posiblemente se verá en el futuro, lejos de detenerla, la acrecienta. Y si de lo que se trataba era de un cálculo político más, la consideración no puede ser peor para un dirigente que cree en la obra colectiva y no en el caudillismo y el culto a la persona.

Algo tan alejado de la buena política, como es el mesianismo, es lo que se ha podido ver en estos días, con su propio partido aturdido, ignorante de su futuro y totalmente alejado de la capacidad de influencia sobre cualquier decisión. Situado incluso ante el abismo de lo que podría suponer electoralmente el revés de la dimisión por debilidad de su presidente.

Que no haya dimitido, y ni siquiera haya sopesado someterse a una cuestión de confianza, que habría sido más lógico, alivia a su partido, pero ni mejora la consideración internacional de España ni presenta a un líder más sólido, más firme y más lúcido.

Es, por desgracia para el país, otro signo de debilidad de la política actual, que se une a otros muchos en esta legislatura. No hay más que hacer memoria de los cambios de posición y las cesiones que ha venido haciendo el Gobierno para sostener su inestable mayoría en el Congreso. Primero, romper sus propias convicciones e indultar a los independentistas condenados en el juzgado. Luego, avenirse a elaborar una ley de amnistía hecha a medida de los amnistiables. A continuación, navegar entre chantajes políticos de sus socios más opuestos a la idea de España. Y ahora, como si no estuviésemos en un Estado de derecho, culpar de sus dificultades al uso torticero de la Justicia y a medios de comunicación contrarios a su ideología.

Desde que se promulgó la Constitución de 1978, el Estado de derecho es sólido y tiene resortes para defender los derechos democráticos, entre los que se cuentan la tutela judicial (aunque los políticos la tengan tan abandonada), la pluralidad política y la libertad de pensamiento y expresión.

El propio presidente dijo en su última declaración pública antes de la carta que confía en la Justicia. Pues basta con darle medios y dejarle que ejerza su trabajo. Y a sus lamentaciones sobre la persecución mediática cabe oponerle que una condición básica de la democracia es la libertad de prensa y de opinión. Esas libertades, como todas, ya están limitadas por el Código Penal y sometidas al imperio de la ley. Por eso no requieren ni admiten ningún tipo de censura previa. Solo pensarlo debilita la democracia.

El presidente y los ciudadanos bien pueden distinguir entre los libelos que proliferan en el mundo digital y la prensa honesta y leal que se debe a su audiencia y tiene entre sus funciones ser el contrapeso y la conciencia crítica de todo poder. Tenga la ideología que tenga. No es tomando como suyos los medios y las agencias públicas cómo se garantiza el derecho de los ciudadanos a una sociedad plural, culta y fortalecida.

Esa sociedad plural, que afortunadamente existe y convive, ha continuado estos cinco días haciendo su vida normal, pendiente de sus trabajos y sus quehaceres, y no se siente concernida por esa declaración del presidente que sostiene que se ha instalado el odio y se ha degradado la vida pública. La vida pública, no. Es la actividad de algunos políticos, que han cambiado la convivencia por la radicalidad, la negociación por la lucha destructiva, la altura de miras por el interés, la cohesión del país por su disgregación y las ideas sociales por el populismo.

Nada de esto ha resuelto la meditación del presidente del Gobierno. El punto y aparte al que se refirió puede ser, en realidad, un borrón. Deja la consideración de España como un país infantilizado; la política, lejos de la moderación y exacerbada hasta el extremo; y a los ciudadanos deseando mejores políticos para un mejor país, que ahora no tiene siquiera unos Presupuestos.