Esas tardes de la Semana Santa en que el temporal te encarcela en casa y te asalta el entusiasmo de hacer un montón de cosas que tienes pendientes. La cerradura a la que hay que cambiar el «bombín» (nunca imaginé que las cerraduras tuviesen bombín), ordenar el cuarto de los trastos, cuyo caos ha alcanzado una entropía que amenaza con sepultarte; ensayar la receta que viste en internet, cortarte las uñas de los pies o escuchar la última play list que la bruma de algún algoritmo lejano ha creado para ti.
Recuerdo la Semana Santa de mi infancia en que estaba el mismo temporal; la música del ascensor se volvía sacra y en la ventana de la tele de tubo brotaban los Lirios del Valle con Sidney Poitier, Ben-Hur o Los diez mandamientos. En aquellas tardes nazarenas se me ponían las orejas rojas; en estas de ahora, también.
Vagando hipotenso por la casa, buscando el momento para ponerme en marcha y atacar las tareas demoradas —tan fatigosas como necesarias—, pasé por delante de la pila de libros pendientes de maridaje con un buen whisky y butaca orejera. No pude resistirme, deserté de las obligaciones domésticas y me fui a conversar con difuntos y a escuchar con los ojos a los muertos.
Me escapé con los Hombres sin mujeres de Murakami a ver los Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig. El whisky, regular; los compañeros de fuga, unos titanes.
Cuando las orejas se te ponen rojas, el peso del deber te vence, la música enlatada aturde y el temporal te recuerda que eres mortal, nada mejor que huir a ver qué te cuentan de ti mismo, de insólitos lugares, de mujeres hechizantes o de atractivos hombres nuevos, los libros.
Ya lo haré después.