Los callos

Luis Ferrer i Balsebre
Luis Ferrer i Balsebre MIRADAS DE TINTA

OPINIÓN

MARCOS CREO

21 mar 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Si hay un plato en la mitología gastronómica gallega comparable al pulpo, ese tiene este nombre: los callos. Son tapa dominguera obligada en cualquier local rural o urbano de Galicia, especialmente en Coruña, donde Manuel L Alonso en su Pan, amor y grelos señala así a los bares coruñeses: «Bares donde se resisten a despachar bocadillos porque esa no es comida decente para un cristiano y si pides una tapita te sirven un plato de callos con garbanzos».

Los garbanzos son el santo y seña distintivo de los callos gallegos que, junto a su mayor generosidad en comino (alivia meteorismos), logran un maridaje singular que los diferencia con los del resto de España.

Los callos fueron en su origen comida de los pobres que acudían a los mataderos a recoger lo que nadie quería para hacer con esos despojos un plato de subsistencia que el tiempo y el ingenio hicieron exquisitos, «Revoltillos hechos de tripas con algo de callos del vientre», dice Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Posteriormente se desarrollaron en su hábitat natural de las tabernas para finalmente dar el salto a las mesas de las más altas cunas y locales. Unos míticos son los callos del Lhardy de Madrid, que siguen haciendo felices a los madrileños, igual que lo hicieron a Isabel II, gran comedora de callos y morros de amantes en su reservado.

La tradición de comer callos se remonta al siglo XV y la primera receta escrita se la debemos a Domingo Hernández Maceras, cocinero de un colegio mayor de Salamanca publicada en 1605. La marquesa de Parabere también recoge recetas de callos, unos franceses que llaman Trippes a la mode de Caen, pero que no son más que unos callos que se han perdido el respeto a sí mismos.

A «callar».