Hace unas semanas escribía en la columna acerca de la historia de desamor de Mario Vargas Llosa y la Preysler. Comentaba que la razón de su ruptura no podían ser los celos, porque los celos son un problema de amor, pero de amor propio, y no creo que don Mario ande escaso de eso.
Más parecía que la historia se acabó porque ambos pertenecen a mundos muy distintos, si no incompatibles. Ella respira bajo los focos mediáticos y él bajo el flexo y la mesa camilla, que es el hábitat natural de un escritor.
De alguna manera, Vargas Llosa vino a darme la razón al leer su escrito del 2020 titulado Los vientos, donde el Nobel dice: «Por hacer lo que hice, mi vida se reventó y ya nunca más fui feliz. Fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón. De esa pichula que ya no me sirve para nada, salvo para hacer pipí».
No había oído antes la palabra pichula para designar al miembro masculino, aunque en el diccionario se registra señalando su uso común en el Perú.
Pichula me evocaba algo así como una picha chula, que en nuestro entorno equivale al pichabrava, que, según el diccionario de Pancracio Beltrán, supone la versión masculina de la ninfómana: «Dícese del individuo hiperactivo en la cama, que recupera enseguida, pudiendo llevar a cabo varios coitos seguidos».
Sabido es que don Mario, al igual que otros longevos artistas como Camilo José Cela, Arthur Miller o el padre de Julio Iglesias, fueron insignes pichabravas que, cuando se les apagó el fuego de la pasión, cristalizaron en su antónimo, pichafrías: «Hombre flemático en cuanto al sexo, que mira esos asuntos de manera distante pudiendo permanecer durante meses ayuno de trato carnal». Eso a la Preysler no le pasa.