¿Quién creó al monstruo?

Claudia Luna Palencia PERIODISTA MEXICANA RESIDENTE EN ESPAÑA, DIRECTORA DE CONEXIÓN HISPANOAMÉRICA

OPINIÓN

MABEL RODRÍGUEZ

28 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

El 2 de septiembre de 1945 terminó uno de los episodios bélicos más dramáticos de los que se tenga memoria, la Segunda Guerra Mundial. Y si la Primera Guerra Mundial había sido cruel y devastadora, la que inició Hitler fue una carnicería inhumana impulsada por un relato —lleno de mentiras y de odio— para justificar con frialdad la destrucción del ser humano. Fue una guerra operada por psicópatas que disfrutaban de la crueldad infligida contra una persona sin importar, sin miramientos, daba lo mismo si era un bebé recién nacido o un abuelo.

Los vencedores de aquel evento histórico creyeron que mediante la edificación de una serie de órganos, organismos, instituciones internacionales y multilaterales, así como de leyes, acuerdos y tratados, habría forma de evitar otra gran conflagración, otra nueva guerra de escala desproporcionada. Para eso estaba además la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a la que poco respeto, por cierto, se le tiene en la actualidad.

La paz sujeta a esa arquitectura internacional ha sufrido grandes escollos a lo largo de las últimas casi ocho décadas, pero nunca había llegado al nivel de alerta, de riesgo inminente, de casi punto de no retorno en el que hemos caído en Europa en los últimos meses, además con una erosión especialmente sensible. Nunca pensamos siquiera en Europa discutir la sola posibilidad de vivir un ataque nuclear, de sacar al monstruo tras abrirse la caja de Pandora.

Llegados a este punto, la pregunta es: ¿quién creó al monstruo? ¿Quién o quiénes son los culpables de que un individuo como Vladimir Putin tenga al mundo en vilo intentando dilucidar de si sus planes son los del Hitler del siglo pasado?

Aquí han fallado muchas cosas: el mea culpa tiene que partir primero de Occidente, sobre todo de Estados Unidos y de sus políticas intervencionistas, financiadoras de desastres en diversos países, bien para poner o para quitar presidentes a su gusto, bien para financiar regímenes, aunque estos violentaran los derechos humanos.

La intervención en Oriente Medio por parte de Estados Unidos ha provocado un desastre humanitario, ha alterado a su conveniencia las políticas internas y gubernamentales e, inclusive, Washington se ha afanado con cierto aire de superioridad en enarbolar la democracia y el capitalismo como únicas banderas posibles.

La caída del Muro de Berlín y el desmantelamiento de la URSS y del llamado Telón de Acero dieron a Estados Unidos una victoria a favor precisamente de ese binomio y lo dejaron reinando solo con un unilateralismo egoísta y condicionante en el que no pocas veces despreció a sus propios tradicionales aliados europeos.

Sin embargo, el parteaguas del 11 de septiembre del 2001, con los terribles atentados en suelo estadounidense que dejaron miles de muertos civiles, cambió para siempre la situación internacional: de hecho, el ya entonces presidente de Rusia, Vladimir Putin, advirtió al propio George W. Bush de que sus servicios de inteligencia tenían información de un potencial atentado en territorio norteamericano. Le llamó el día que asesinaron en Afganistán a Ahmed Shah Massud y también habló con Bush el día de los atentados para señalarle que Rusia no tenía nada que ver.

Aquel aviso le valió a Putin ser invitado al rancho del mandatario Bush y, si bien se afanó en ganarse una buena relación con él, al final no logró conseguir mucho de lo que ya tenía en mente: reposicionar a Rusia como un importante actor global.

Tampoco logró grandes avances en su relación con Bill Clinton, más allá de renovar los tratados nucleares; mientras que, en los ocho años de Gobierno de Barack Obama, prácticamente fue entrando en terreno pantanoso y, tras el amañado truco de hacer un referendo en Crimea para anexionarla (y a Sebastopol), las relaciones quedaron congeladas y dejó de invitarse a Rusia a las cumbres del G7. Obama siempre trató a Putin con desprecio, dándole el estatus de un autócrata, y ya entonces Joe Biden, como vicepresidente, conocía bien su perfil.

Un perfil que en cambio seducía a un Donald Trump engreído pero también acomplejado por sus aires de grandeza, y que estuvo más preocupado de gobernar dando golpes de efecto mediático, como su encuentro con el dictador norcoreano Kim Jong-un, o la cumbre en Helsinki, en el 2018, con Putin, quien además le humilló haciéndolo esperar durante más de una hora.

¿Quién creó al monstruo? Lo creó Occidente, con su arrogancia de entrar a destruir países, con sus guerras aquí y allá, y con sus aires de democracia y capitalismo que —hay que decirlo— no todos culturalmente comparten. Lo hizo la Unión Europea (UE), al creer que Europa termina en la Puerta de Brandemburgo y ver a los demás por debajo del hombro, porque «son negritos», o «chinos», o «guiris», o «sudacas», o «moros». Y por no darle importancia a lo que pasa ni a un costado ni al otro: ni con sus lindes con África ni con el patio trasero europeo.

No solo llevan largos años despreciando el ingreso de Turquía en la UE, dilucidan si está o no está en Europa; no solo llevan largos años analizando si Ucrania merecía o no ser parte del club europeo. Ahora lo van a aceptar, ya que está invadido, jorobado, devastado, con gente muriendo y a merced de las garras de Putin.

Es más bien un ingreso simbólico, una forma de lavarse las manos porque a este monstruo lo han creado Estados Unidos y la UE, con sus desaciertos en sus relaciones exteriores; con sus políticas ariscas, con su individualismo y su forma acomodaticia de ver las cosas. Y lo dice una europeísta, alguien que cree en la UE como un entramado de paz y de prosperidad. Aquí se ha fallado y el monstruo ha crecido y ha visto la oportunidad… Ahora quiere devorarnos.