El domingo pasado amanecíamos con la temida entrada en vigor del veto europeo a la pesca de fondo, una sombra de prohibición que lleva varios años en la agenda de la Unión Europea.
Un reglamento del 2016 establece que no se podrán usar sistemas que tocan el fondo marino en una serie de zonas a más de 400 metros. Ya conocíamos la norma, aunque la decisión adoptada por la Comisión Europea de cerrar 46 zonas pesqueras en aguas comunitarias del Atlántico Norte, ha puesto en pie de guerra al sector pesquero, ha promovido un amplio rechazo político y de la sociedad civil y trae en jaque a 4.400 tripulantes y a 816 millones de nuestra economía.
Con esta medida, comprobamos, una vez más, la inclinación de Bruselas hacia la falta de sensibilidad ante las imprescindibles dimensiones económica y social de la sostenibilidad en el sector de la pesca, y observamos con preocupación cómo la política medioambiental va ganándole terreno a la pesquera y dejándola arrinconada en beneficio de otros objetivos como la estricta conservación del medio ambiente.
La propuesta europea resulta a todas luces incoherente y desproporcionada, ya que restringe de forma severa muchas zonas operativas para artes como el palangre o la volanta, facilitando la posibilidad de acumulación de buques en las que se practica la pesca de arrastre; y extralimita la extensión de zonas vedadas, generando mucho espacio de protección que va más allá de las áreas sensibles, con la consiguiente pérdida de áreas de pesca donde hay recursos probados sin haber constatado presencia de ecosistemas vulnerables.
La industria de la pesca es y quiere seguir siendo parte de la solución al cambio climático, pero para ello necesita los instrumentos apropiados, y es ahí donde entra en escena la labor de la Comisión Europea de revisarlos con rigor para mejorarla y hacerla más eficiente.
Indudablemente, nadie anhela más un medio marino sano y productivo que el sector que depende de sus recursos, pero cualquier plan de acción para conservarlos y proteger los ecosistemas marinos debemos establecerlo de forma dialogada, sustentada y justificada en informes científicos —no en estudios parciales y desactualizados—; también, y por supuesto, en base a las preceptivas y necesarias consultas oficiales.
Dibujemos una línea de equilibrio entre la actividad económica y la conservación de las especies más frágiles y los hábitats marinos sensibles. Solo así ganaremos todos.