Las musas

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

02 oct 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Toda la literatura universal está escrita por mujeres. Al menos, esto es así si creemos en la religión de los antiguos griegos, según la cual el poeta no es más que un mero médium que cuando crea se ve poseído por el espíritu de las musas. «Háblame, Musa, del hombre de múltiples tretas…», comienza diciendo la Odisea, porque se supone que el aedo que va a recitar el poema no sabe nada del asunto. «Canta, Oh, Musa (diosa, en muchas traducciones), la cólera aciaga de Aquiles…», arranca la Ilíada. Y también encontramos invocaciones parecidas en Virgilio, en Píndaro, en Horacio, en Dante y en tantos otros autores del pasado que de este modo intentaban conjurar lo que, de haberse inventado entonces el folio de papel, llamaríamos «el terror al folio en blanco», ese miedo al que todos los escritores nos enfrentamos alguna vez, o siempre.

Por ejemplo, hoy. En días como este me gustaría ser un creyente de la vieja religión de los griegos, y pensar que hay unas jóvenes que te van soplando suavemente al oído un artículo, con puntos y comas. Me gustaría que fuese cierto que el escritor no es más que un taquígrafo de la Musa, un secretario al dictado de las diosas que todo lo que hace es pasar a limpio.

Después de todo, que el oficio de escribir no es fácil lo demuestra el hecho de que, de las nueve musas que tenían censadas los griegos, cinco o seis se ocupaban de ese negociado de un modo u otro: la poesía épica era cosa de Calíope («la que tiene una voz hermosa»), pero la amorosa correspondía a Erato; la tragedia era de Melpómene, pero la comedia de Talía. Terpsícore era a la vez musa de la danza y la lírica, porque para los helenos ambas eran inseparables (en mi caso, puedo asegurar que esto no es así). La historia, que era cosa de Clío, también se consideraba un género de la literatura. Y luego estaba Euterpe, que se encargaba de la música; y Polimnia, a la que le tocó el minoritario género de la pantomima. Solo una fue por ciencias: Urania, musa de la astronomía, a la que Milton, no obstante, invoca en El Paraíso Perdido. Las nueve eran ninfas, por lo que hay que imaginárselas como la que pintó Seignac, que a mí se me parece a una modelo de Julio Romero de Torres. Todas eran hijas de Zeus, nada menos, pero sus talentos les venían por parte de madre: Mnemosine, la diosa de la memoria. Esto es importante, porque revela que los aedos, que debían recordar y repetir miles de versos, no distinguían entre inspiración y memoria. Y tenían razón, porque cuando uno escribe no inventa nada, sino que mezcla lo que ha leído y olvidado con lo que ha vivido y recuerda.

De modo que, en ese sentido, sí se puede decir que creo en las musas, y a lo mejor podría yo también invocarlas, como Hesíodo, a quien se le aparecieron en el Monte Helicón («a veces contamos la verdad y a veces no», le dijeron). Píndaro las conjuraba por el procedimiento de verter leche y miel. A mí eso más bien me ha funcionado como remedio casero para el catarro y la afonía, pero quizás sirva también para esto. El poeta latino Horacio, como quien acude al especialista, llamaba a una o a otra según el género en el que le tocase escribir. Me pregunto cuál será la encargada de los artículos de prensa. O puede que no haga falta y de algún modo las musas ya hayan venido en mi ayuda sin yo haberlo pedido. Porque el hecho es que, seiscientas dieciocho palabras después, he llegado hasta el final. Y quién sabe si ha sido gracias a la vanidad de las musas, que hoy querían que alguien volviese a escribir algo sobre ellas.

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