No vale «ameigar»

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

11 sep 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Suele emplearse la expresión «partido de patio de colegio» en sentido peyorativo. A mí, sin embargo, ese es el fútbol que me ha proporcionado emociones más fuertes. Lo recuerdo con nostalgia: aquel caos multitudinario de patadas desordenadas en la canilla, con cincuenta o sesenta jugadores por equipo y media docena de porteros que se disputaban el espacio bajo los palos a empujones... Marcar un gol era raro como el unicornio. Hasta llegar a tocar el balón era difícil, a veces incluso alcanzar a verlo. De hecho, tengo la sospecha de haber jugado algún partido en el que ya no había balón y nosotros seguíamos arreándonos puntapiés sin caer en la cuenta.

Entonces teníamos un vocabulario particular para el juego, que no sé si se sigue utilizando. La lengua oficial del fútbol infantil de los años setenta era, orgullosamente, el castrapo. A chutar con fuerza le llamábamos lorchar; un directo a puerta era un fungueirolo; y cuando alguien iba a tirar un penalti se volvía hacia los demás nervioso y gritaba: «¡No vale ameigar!». Ameigar, de meiga, era abuchear mientras se lanzaba el castigo. A un antropólogo le habría interesado esta creencia, en pleno siglo XX, de que el mal de ojo formaba parte del reglamento. Por supuesto. Por supuesto, usábamos expresiones en un perfecto inglés, como corni (corner) y órsay (offside). A mandar un balón tan lejos que se volvía muy difícil recuperarlo se le decía (y quizás se siga diciendo) «embarcarlo». Esta era una expresión especialmente temida en mi colegio, los Franciscanos, donde embarcar un balón significaba generalmente mandarlo por encima de la muralla romana de Lugo. Al otro lado se encontraba el patio de nuestros eternos rivales, los Maristas, de los que, supongo yo, nos separaban viejas rencillas teológicas. Un balón que iba a parar allí era como si cayese en la Luna; la esperanza de recuperarlo era nula. Y luego estaba esa fórmula que siempre me ha fascinado: «mano, penalti, lo tiro». Los niños son en el fondo muy legalistas y, si uno lograba decirlo de carrerilla antes que nadie, adquiría el derecho inalienable e indiscutido a transformar el castigo.

Recuerdo que yo llegué a tirar uno, creo que en quinto de EGB. Un contrario había rozado el balón con un meñique y, milagrosamente, conseguí decir el «¡mano, penalti, lo tiro!» en décimas de segundo. Se hizo el silencio. Un penalti era una ocasión solemne, un hiato en el barullo, un momento de la verdad. Frente a la portería se abrió un vacío tan insólito que se hacía raro. Ante la perspectiva de que pudiese marcar, media docena de jugadores del otro equipo se pasaron disimuladamente al nuestro, lo que era una buena señal, pero añadía presión. Se ha hablado mucho del miedo del portero al penalti (el escritor austríaco Peter Handke incluso escribió un libro precisamente con ese título), pero el miedo del que tira el penalti no es mucho menor.

Coloqué el balón en el lugar aproximado donde se creía que antaño había estado el punto de penalti, borrado hacía años. Respiré hondo, cogí algo de carrerilla, y lorché el balón con un fungueirolo impresionante. No lo vi, porque, en un gesto poco profesional, había cerrado los ojos. Escuché un «¡Oooooh!» de la masa que se había amontonado a mis espaldas, y cuando volví a abrir los ojos puede contemplar como el balón volaba sobre la muralla y desaparecía tras esta gran obra de ingeniería romana patrimonio de la humanidad, camino del patio de los Maristas. Haciéndose eco del sentir de la multitud, una voz infantil gritó: «¡Lo embarcaste, cabrón!».

Aún es hoy el día que pienso que alguien me debió ameigar.

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