El último lazo con el imperio

Emilio Sáenz- Francés

OPINIÓN

Isabel II en una visita a Ghana en el año 1961
Isabel II en una visita a Ghana en el año 1961 STR | EFE

10 sep 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando Isabel II subió al trono británico, desde Londres aún se gobernaba un extenso imperio que se extendía orgulloso por todos los continentes. La propia palabra «imperio» brilla con fuerza en la voz frágil de sus primeros discursos. Poco a poco, se fue extinguiendo. Aunque vencedores en la II Guerra Mundial, los ingleses eran conscientes de su debilidad y habían comenzado un lento repliegue, forzado por las circunstancias. Aún con todo, la lógica el entramado político e institucional británico —de la propia unión que hoy se tambalea entre el brexit y el nacionalismo escocés— se sustentaba sobre el papel histórico de las islas como potencia indispensable.

Los años siguientes son el relato de un lento declinar, en el que el Reino Unido se convirtió en uno más del club internacional, al mismo tiempo que su economía mostraba signos de preocupante debilidad frente a los enemigos de la guerra mundial. A caballo de todo ello, se acumulaban las tensiones sociales. Los bombines, los pubs, los campos de críquet y de golf daban paso lentamente a una galaxia posmoderna y fascinante, a caballo entre los Beatles y los psicotrópicos.

Con todo y con ello, la monarquía británica, crisol de ceremonia y tradición, pero desde 1952 con una jovencita afanosa a la cabeza, a quien Winston Churchill había susurrado al oído más de un buen consejo, consiguió afianzarse como un faro de certidumbres frente a un viejo orden en estado de derribo. No solo eso, en los primeros años del reinado de Isabel II la institución monárquica vivió su particular Vaticano II. Todo un aggionarmento en el que, sin romper el embrujo de la distancia, la institución se hizo menos excelsa y más cercana. No sin algún que otro traspié. A buen seguro, muchas veces a la fuerza.

La estela de los cambios, el constante ajuste de un vetusto motor diésel, se extiende hasta hoy. En el camino, la monarquía británica se convirtió en un icono cultural, en la marca más prestigiosa que los británicos podían exportar, y en su mejor producto de consumo. La sabia combinación de flema y modernidad, que está materializada hoy en día en el gran destilado que son el Príncipe Guillermo y Kate Middleton, es uno de los grandes legados de Isabel II. Habrá que ver en qué medida, junto con el nuevo Rey —Carlos III— son capaces de mantener viva la llama en tiempos de incertidumbre. Es como pensar en Apple sin Steve Jobs, pero en un escenario mucho más incierto.

Cuentan que, en sus primeros viajes oficiales, todavía acompañando a sus padres, el frágil Jorge VI y la que pasaría a la historia como la eterna Reina Madre, era la princesa Isabel la que controlaba los tiempos de cada acto, y la que se aseguraba que se cumpliese la apretada agenda en todos sus detalles. El gustillo por el trabajo bien hecho, callado y sensato, y por cultivar conductas responsables, no ha sido precisamente una norma genética en la casa de Windsor, pero alcanzó niveles sublimes con Isabel II. Resulta difícil pensar en un traspié, en una frase fuera de tono, o en un gesto desabrido de Isabel II durante su larguísimo reinado. Sostuvo en ocasiones —casi en soledad— entre sus manos, la frágil cohesión de un reino cada vez menos unido. Sobre todo, en los últimos años.

Incluso en las horas de crisis para la institución, quizás sobre todo tras la muerte de la princesa de Gales, el tiempo le dio la razón, y frente a los lagrimones del momento, su distancia y dignidad han quedado reivindicadas como la mejor respuesta ante los sinsabores. Nacionales o familiares. No en vano, las manchas en este reinado no son las propias, sino demasiadas veces las provocadas por una atolondrada familia, que seguro que le hizo pensar en más de una ocasión aquello de Romanones de: ¡Joder que tropa!

Hoy un Reino Unido en crisis se ha quedado huérfano del último hilo que le unía a un pasado de certezas. Los desafíos de una sociedad polarizada y desigual, una Escocia descontenta, y un brexit que no entrega lo que prometía, se amontonan ya ante la puerta de un rey que tiene que afrontar el desafío de llenar un vacío que adquiere ya la dimensión inabarcable de lo mítico. Nada ha cambiado, pero todo será diferente. Roto el último puente con el imperio, a Carlos le toca comenzar a construir otro hacia el futuro.

Emilio Sáenz-Francés es Director del Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad de Comillas