Eurovisión, la neutralidad no existe

Antonio Obregón García PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD DE COMILLAS Y COEDITOR DEL LIBRO «THE EUROVISION SONG CONTEST AS A CULTURAL PHENOMENON»

OPINIÓN

Kiko Huesca | EFE

21 may 2022 . Actualizado a las 10:12 h.

El Festival de Eurovisión acaba de celebrar su 66ª edición, en la que se confirma su naturaleza de fenómeno multidimensional (comunicativo, artístico, político, social…). Su repercusión mediática, una vez más, ha sido extraordinaria, como atestiguan su apabullante resonancia en redes y sus audiencias millonarias (casi el 73 % de cuota en la franja de edad de jóvenes de 13 a 24 años). Pero, de nuevo, su trascendencia viene acompañada de la controversia sobre su sistema de votación, que ha arrojado unos resultados polémicos: un aplastante apoyo del público a Ucrania, representación acogida sin embargo con tibieza por el jurado profesional, cuya imparcialidad, simultáneamente, se ha cuestionado por las irregularidades —detectadas y reconocidas por la propia Unión Europea de Radiodifusión (UER), promotora del evento— en un número significativo de países.

Como argumentan los cuantiosos estudios científicos que giran en torno a Eurovisión, el festival constituye un acontecimiento que refleja numerosos aspectos de la sociedad europea. En el caso de esta edición, sirve para revelar palmariamente que no hay sistema de votación neutral, pues las posibilidades de manipulación y la presencia de factores espurios extraños al objeto de votación pueden asomar en no pocos momentos y elementos del sistema.

En efecto, hemos podido comprobar cómo el voto popular se ha dejado arrastrar por una corriente de simpatía hacia un pueblo sometido a las calamidades de una guerra; el voto ha expresado un plausible sentimiento de solidaridad, aunque ajeno, al menos parcialmente, a criterios artísticos. El peso de factores psicológicos en la toma de decisiones se encuentra demostrada científicamente: en el caso de Eurovisión, se han venido constatando algunos de ellos, como el llamado «efecto orden» (el beneficio derivado de intervenir en los últimos turnos de la gala), el efecto «eclipse» (la falta de atención hacia una canción que actúa después de un favorito) o el efecto «mera exposición» (la ventaja que representa la reiterada exposición y previa promoción de una canción). No es difícil advertir que estos factores son observables también en elecciones políticas: los efectos comentados son conocidos y aprovechados por los asesores electorales en cualquier debate electoral, mientras que no son pocos los casos que podrían ilustrar la influencia de factores emocionales; por citar uno de los más probados, la sensación causada por las inundaciones de Alemania en septiembre del 2002, catástrofe identificada como decisiva en la victoria del canciller Schröder.

El jurado profesional de Eurovisión, por su parte, es menos sensible a factores de la índole descrita. Pero el hecho de que sus miembros sean elegidos por dirigentes de las corporaciones públicas participantes, y deban pertenecer al ámbito de la industria musical, puede hacer cuestionar su independencia respecto de agentes políticos o económicos poderosos. Los intentos de manipulación mediante el voto colusorio de jurados de distintos países, denunciados por la UER, así lo ponen de manifiesto. ¿Acaso este punto no nos recuerda a los usos abusivos de medios de comunicación o de redes sociales en las campañas electorales? Y, en fin, otros elementos del sistema de Eurovisión nos resultan familiares, como el valor igualitario del voto de países de tamaño tan diverso como, por ejemplo, San Marino y Alemania (que nos evoca la sobrerrepresentación de circunscripciones de escasa población).

Tal vez pueda pensarse que Eurovisión es un entretenimiento sin más; pero sin duda se ha convertido en un fenómeno cultural, configurador de costumbres y vertebrador de valores. No es ilusorio pensar que la introducción en su sistema de votación de reglas orientadas a una más cabal elección del ganador podría alumbrar mejoras también sobre los sistemas políticos de votación.