Hoy veré a los alumnos que tuve en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra hace veinticinco años. Eran casi doscientos y asisten al encuentro cien o quizá más. Uno de ellos me mandó ayer por WhatsApp la orla de la promoción. Pasé un buen rato revisando sus caras y sus nombres. Cuando se hicieron aquellas fotos me sabía hasta los apelativos cariñosos que se gastaban. Como suponía, los rostros de quienes traté menos estos años se me habían casi borrado, pero al verlos de nuevo regresaban como las cerezas, enganchados a otros recuerdos y a otras personas. Cuando los encuentre hoy, probablemente reconozca a muchos. Pero me da miedo despistarme con alguno y no saber contestar a esa frase que la gente te dice, como si quisiera consolarte: «¡Pero si sigues igual!».
Ni ellos ni yo seguimos igual. Pero, al menos en mi caso, tampoco me gustaría. En ningún sentido. Ni siquiera querría disfrutar de la salud que tenía entonces, porque carece de sentido planteárselo y porque, al perderla, he ido entendiendo mejor cosas mucho más importantes y que me hacen más feliz. Incluida la prudencia para no dilapidar tontamente un bien tan necesario. Tampoco me gustaría mantener intacto el modo de pensar. Y, de hecho, he cambiado mucho mi visión del periodismo, de la enseñanza y, en general, las ideas sobre el mundo y sobre las personas. Ni deseo volver a las que sostuve ni me apetece atravesar otra vez el proceso de destilarlas y matizarlas: un camino siempre trabajoso en el que existe el riesgo de atascarse en las rigideces propias de la juventud. Quizá la elasticidad que se pierde en los músculos consigan compensarla en la mente quienes estén dispuestos a cambiar.
@pacosanchez