Los nombres de los aeropuertos

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

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23 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Suele haber mucha polémica por los nombres de lugares públicos (calles, hospitales) que se quieren quitar. Yo, en cambio, creo que habría que empezar por elegir mejor los que se ponen. Bautizar algo es un arte difícil, pero no imposible. Adán puso nombre a todos los animales, siguiendo el proceso que detallaba Bob Dylan en una canción, y acertó en todos ellos (si bien se puso un poco pedante con los de las especies de dinosaurios). Más recientemente, a mí me gusta mucho, por ejemplo, el nombre del «Ángeles Alvariño», el buque oceanográfico del que hemos oído hablar tanto en estos últimos tiempos por sus trabajos en la erupción de La Palma. El nombre tiene todo el sentido del mundo: Ángeles Alvariño era una gran oceanógrafa. Pero, igual que sería poco lógico denominar así un premio de poesía, es difícil entender por qué al aeropuerto de Santiago de Compostela le han puesto «Rosalía de Castro». La ilustre poetisa estuvo poco vinculada a la aviación, entre otras cosas porque todavía no existía cuando ella vivió, y la única relación que se me ocurre, bastante tenue, es su verso «Airiños, airiños, aires».

Es algo que he venido observando: los aeropuertos tienden a atraer nombres discutibles o poco apropiados. El «Seve Ballesteros» de Santander todavía podría tener un pase, porque el golfista llegó a poner alguna que otra bola por encima de las nubes; pero toda la conexión que se me ocurre entre el gran poeta Miguel Hernández y los aviones es que fue bombardeado por los de Franco en Teruel. Aunque también es cierto que escribió un libro titulado Viento del pueblo. Visto así, su nombre en el aeropuerto de Alicante-Elche tendría más justificación que el «Robin Hood» de Doncaster (Reino Unido), al que imagino yo que los viajeros, sobre todo los ricos, acudirán con un cierto grado de aprensión, sin quitar ojo a sus maletas.

Y luego está el delicado asunto de los aeropuertos que llevan el nombre de pilotos pioneros, muchos de los cuales murieron de forma trágica. Es el caso del de Sídney (Australia), dedicado a Charles Kingsford Smith; o el «Love Field» de Dallas, que nada tiene que ver con los hippies, sino que recuerda a Moss Lee Love; o el «Roland Garros» de la isla de Reunión. Pero lo que resulta menos tranquilizador aún es cuando se bautiza a los aeropuertos con el nombre pasajeros trágicamente fallecidos en accidentes aéreos, como el «Will Rogers» de Oklahoma City; o el «Francisco Sá Carneiro» de Oporto, que honra al político portugués cuyo avión se estrelló cuando se dirigía precisamente a esa misma terminal.

Yo me inclino por dejar que los aeropuertos sigan llevando el topónimo del sitio donde están, como se solía hacer antes. Como los romances o los refranes, digamos que los topónimos no los inventa nadie. Brotan de la tierra y le dan a un lugar, mágicamente, el nombre que mejor le corresponde, como aquellos que puso Adán. Es verdad que esto puede dar lugar a algún que otro caso chocante, como el «Mafia Airport» de Tanzania, el «Batman» de Turquía o «El Prat» de Barcelona, que tanto desconcierta a los viajeros de habla inglesa, en cuya lengua prat significa «imbécil». Pero el «Heathrow» de Londres lleva en su nombre el brezo que crecía donde ahora están las pistas y el «Fiumicino» de Roma el del pequeño afluente del Tíber donde se pescaban cangrejos, mientras que «Lavacolla» recuerda el higiénico ritual de los peregrinos a Compostela que no vamos a detallar aquí.

Son nombres que cuentan algo. Y, después de todo, el dato más importante de un aeropuerto es ese: en qué lugar está.