Ghislaine Maxwell

Mariluz Ferreiro A MI BOLA

OPINIÓN

02 abr 2022 . Actualizado a las 11:10 h.

Ghislaine Maxwell vivía en la espuma de la sociedad. En esa parte que flota sin tocar el suelo. Antigua alumna de Oxford, como bien se encargaba de repetir su abogado. Como si eso fuera un cheque en blanco ante un tribunal y la maldad no se cociera también en hornos dorados. Le faltó decir que su defendida es alta y elegante. Ghislaine era amiga del millonario Jeffrey Epstein y acaba de ser condenada porque se considera probado que ella cazaba a niñas para que el magnate abusara sexualmente de ellas. Durante un tiempo el caso estuvo hundido en una ciénaga judicial. Porque el discurso que cuajaba era el más digerible para Epstein, aunque produjese arcadas: las menores eran prostitutas y que allá ellas si habían decidido acordar con Epstein tener relaciones sexuales a los 14, 15 ó 16 años. Pero los testimonios de las víctimas y de un investigador que las vio como niñas y no como otra cosa dibujan un relato todavía peor. El de un señor todopoderoso que vivía en una mansión blindada y al que una colega le ayudaba a buscar adolescentes, mejor de familias pobres y destruidas por la droga o la enfermedad, para abusar de ellas. Un cuento de terror. Metían a las pequeñas en un círculo infernal, en el que la mejor opción para escapar era ayudar a localizar a la siguiente presa para el depredador, convenciéndola de que tenía una muy buena oferta para ella. Ghislaine era la conseguidora. Hacía que confiaran en ella, se ganaba su confianza, les ofrecía becas... Y ese papel, en este engranaje, es la cumbre de la perversidad. Su pecado no es tener un apetito putrefacto. Es ayudar a saciar ese apetito putrefacto. Esa es Ghislaine. Alta. Elegante. Educada en Oxford. Y repulsiva.