
«El Reino Unido deja en tierra a los pasajeros que presentan test de antígenos en gallego». Esta noticia, que ayer publicaba La Voz, provocó de inmediato un auténtico incendio en las redes, donde posiciones enfrentadas más desde los sentimientos que desde la racionalidad demostraron la incapacidad de encontrar una solución sensata a un problema indiscutible: el de cómo compatibilizar el respeto que merece la pluralidad lingüística existente en nuestro continente -más acusada aún en el planeta- con la imperiosa necesidad que todos tenemos de entendernos y la imposibilidad material de que los humanos manejemos un número ilimitado de idiomas.
Las autoridades británicas han optado por disponer, en relación con los certificados de test de antígenos que exigen para la entrada en su país, que aquellos deben presentarse en inglés, en castellano o en francés. Desconozco si las lenguas exigidas varían en función de cada país, pero, a efectos de lo que ahora argumentaré, ello es irrelevante.
¿Debería admitir Gran Bretaña los certificados de antígenos en gallego? A favor está el hecho de que el gallego es una de las dos lenguas cooficiales en Galicia. Una lengua que, contra lo que sostienen el separatismo y sus diversas terminales, puede usarse con plena normalidad en todos los ámbitos de la vida, por más que en una medida que está condicionada por los hábitos lingüísticos de un país que habla y escribe en dos idiomas y donde su peso relativo es fruto de la libertad de elección de cada cual. De ese estatus legal vigente del gallego -defienden algunos sin dudarlo- debería derivarse su admisibilidad no solo en las cuatro provincias de Galicia, sino también fuera del territorio de la comunidad.
Tal exigencia tiene, entre otros, dos problemas esenciales. Por un lado, que es poco realista, pues el uso oficial de un idioma está siempre, por definición, territorialmente limitado. Y es así, sencillamente, porque no puede ser de otra manera. El inglés se ha convertido de facto en la lengua franca del planeta, pero solo es oficial allí donde así lo declara su legislación. En tal sentido, pretender que el gallego sea admisible para todos los trámites oficiales fuera de las fronteras regionales convertiría el funcionamiento administrativo en una Babel inmanejable; y ello -y aquí reside el segundo de los problemas apuntados- porque no se ve razón alguna para otorgar al gallego tal condición y no hacer lo mismo con las docenas de lenguas regionales existentes en Europa.
Basta ver un mapa al respecto para saber que tal ensoñación, que los nacionalistas de todos los lugares consideran un desiderátum fabuloso, acabaría convirtiéndose en muy poco tiempo en una verdadera pesadilla, pues, en cuanto dejamos de vivir cada uno en nuestra región o nuestro país, las relaciones sociales solo son posibles si reducimos la inmensa variedad lingüística existente a un número manejable de idiomas de comunicación universal. Y en España tenemos la gran fortuna de hablar uno de ellos.