Decía Fellini: «La televisión es el espejo donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema cultural». La cultura construida a partir del entretenimiento no es cultura; a menudo es incultura. Cuando todo lo que se emite como entretenimiento se considera popular y todo lo popular se considera cultural, baja el listón de la cultura.
Cuando no interesa lo ordinario sino la ordinariez, la tele se convierte en un medio para provocar impactos emocionales, no para difundir valores culturales. Hay quien defiende que es el medio más democrático porque responde a lo que quiere la gente, pero lo que quiere la gente no es precisamente cultura.
Un duopolio de las cadenas privadas disimula la competencia y la pluralidad. Un exceso de cadenas públicas disimula ingentes déficits presupuestarios. Hay dudas sobre la rentabilidad social y empresarial de muchas de ellas. Hay televisiones propias en casi todas las comunidades autónomas, alguna con varios canales, que mantienen cuotas de pantalla inferiores al 10 %. No se discute su rentabilidad social donde hay una lengua propia, sino la necesidad de un medio diferenciado donde no la hay.
El español medio, teleadicto, pasa cuatro horas diarias ante la tele. Tal vez Spaemann exagera cuando afirma que «la dependencia de las personas de la televisión es el hecho más destructivo de la civilización actual». Ni todo en la tele es tan malo, ni todas las teles son tan malas, ni siempre ha sido así.
Por ejemplo, hay un reconocimiento, incluso internacional, del buen hacer en la televisión pública durante el Gobierno de Zapatero. Fue un tiempo prestado, en el que prevaleció el respeto a los profesionales. Luego, en canales públicos y privados, se impuso el interés de la empresa al código deontológico de la comunicación, el plan del gerente a la plantilla y el tertuliano sin responsabilidad al corresponsal responsable. No obstante, por la ley de Murphy, la tele todavía tiene margen para empeorar. Y si lo dice Eddie Murphy…