Algo esconden las palabras para desatar tanta furia. En apariencia líneas que se curvan y se estiran, letras que se juntan o separan, pero en la práctica la manifestación de quiénes somos. O de quiénes no somos. Tienen las palabras una vida apasionante, como si fuesen cajitas del pasado y laboratorios del futuro, a veces polaroids de un instante, a veces empujones para ponerle nombre a algo mejor de lo que somos. Claro que en el principio fue el verbo.
Se podría elaborar una sección con el conflicto lingüístico del día. Se libra a veces en la cocina de casa cuando tu hija habla de randoms y chills y tú de movidas que molan. Veinte pavos pa la saca. Hasta que un día te escuchas un okis que al principio no chutaba y escribes en su sitio un XD que hace un año creías que era ese «por dios» que a la niña le esbozaba la misma mueca de desdén que han ensayado todos los adolescentes que empiezan a distinguirse de sus madres.
Es un intercambio febril que se repite pero que ahora tiene una deriva chunguísima, justo cuando hay quien empuja por que la lengua sea más inclusiva, para que refleje lo complejos que somos, para que el diverso no se siente fuera de la mesa, para que la mirada de las palabras no sea tuerta y haga como si la mitad más uno de la humanidad siguiese siendo la mera costilla de un ser completo. Nada hay más incierto que ese «siempre ha sido así» al que se aferran quienes se chotean de las matrias, de las arrobas y hasta de los niñes de un idioma que está vivo y respira, con las constantes vitales en forma, una evidencia de salud que siempre es una buena noticia.
Qué extraña esta furia, esta irritación, este escozor por la matria, esta ira. Antes por las abogadas. ¿O no es tan extraña?