Sánchez perdido en su laberinto

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Juan Carlos Hidalgo

30 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Si viviera aún mi querido padre, que era tan sabio como escéptico, diría que las declaraciones de Sánchez y Aragonés, tras su reunión de ayer en la Moncloa, eran «plan acordado». Yo también lo creo así y estoy, por tanto, convencido de que no hay que caer en la ingenua tentación de mirar al dedo cuando aquel está señalando hacia la luna.

Sánchez y Aragonés solo tienen en común que los dos necesitan ganar tiempo: el primero para seguir en la Moncloa hasta que cambien las encuestas (si es que cambian) que dan ahora ganador de las generales al PP; y el segundo para conseguir que el plan de Iceta de hacer un referendo (que el ahora ministro ya defendió como líder del PSC) sea aceptado por Sánchez, quien, es sabido, gira con la misma facilidad que una veleta.

Entre tanto el presidente del Gobierno se ha metido, por su mala cabeza, en un endemoniado laberinto del que solo podría salir pagando un precio que se irá haciendo más insoportable cada día. Los separatistas le han cogido la vara de marear, pues, conscientes de que solo con su apoyo puede seguir en el cargo, han decidido seguir chantajeándolo hasta dejarlo como Dios lo trajo al mundo.

Obtenida ya la pieza mayor de su cacería -unos indultos otorgados por el Gobierno contra el criterio de la Fiscalía y del Tribunal Supremo y contra el sentimiento de la gran mayoría de los españoles-, las demás ya llaman a la puerta: la siguiente, que se arregle el «problema de Puigdemont» y los demás inculpados del procés, es decir, que se asegure la impunidad a los restantes implicados en el golpe de Estado.

El Gobierno, por supuesto, está dispuesto a hacer lo que sea necesario para complacer a los separatistas, aunque sea a costa de culminar el destrozo institucional que comenzó con la llegada de Sánchez al poder y que ya afecta de lleno a la jefatura del Estado, humillada un día sí y otro también; al poder judicial, ejecutor al parecer de venganzas y revanchas; a la Fiscalía General del Estado, puesta al servicio del poder; al Parlamento, convertido en una mera comparsa del Gobierno; o a los medios públicos de comunicación, que han llegado a un grado de sectarismo y manipulación que los ha hundido en la irrelevancia.

La mejor prueba de hasta donde está dispuesto a llegar el Gobierno es su actual campaña contra el Tribunal de Cuentas, que, exigiendo a los separatistas que hagan frente a sus responsabilidades económicas, solo cumple su deber.

Sánchez lo ha calificado como un simple órgano administrativo, tal que si fuera el servicio de pastos y rastrojeras, cuando la Constitución lo define como el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado. El ministro Ábalos ha ido más allá al acusarlo de poner «piedras en el camino» de la solución del conflicto catalán, que, por lo visto, se resolvería mejor si el Tribunal prevaricase y les diese a los separatistas una patente de corso para malversar. A esto, para desgracia del país, hemos llegado. ¡Y lo que nos queda por ver en el futuro!